viernes, 20 de septiembre de 2013

Entre aguas guaraníes

Lo primero que intuí fue una especie de revuelo, un desorden en el fondo del paisaje. Dado que era un lugar más bien habitado por gente mayor no comprendí el porqué había tanto movimiento, tanta jarana, tanta inquietud.
Nosotras seguíamos hablando de nuestras vidas, de cómo estábamos, de lo que esperábamos y de lo que queríamos olvidar. Una de nuestras charlas habituales, pero esta vez sumergidas en unas aguas calientes con propiedades casi mágicas, que esperábamos nos dieran la solución a los poquísimos problemas que podíamos enunciar. Porque si había muchos, si fuera el caso que los problemas fueran más de los que podíamos enumerar, los habíamos olvidado. Sobre todo yo, que había vivido más tiempo, aunque ni lo recordara, ni lo reconociera, ni lo admitiera. De eso, seguramente, se trataba el revuelo tan inesperado.
Al final tuve que enfocar mi atención en él. Era moreno, delgado y sonreía tontamente. Estaba acompañado de dos amigos más jóvenes que parecían divertirse sobremanera por la situación.
Enseguida tuvimos claro que intentaba captar nuestra atención, que dejaba nuestros relatos interrumpidos por gestos, por risas. Mi primera reacción fue de sorpresa, incluso de incredulidad. Me giré por si sucedía, como en las películas, que un pequeño personaje cree asustar a un monstruo inmenso en un arranque heroico y temerario, el monstruo sale huyendo, y el héroe, intrépido, puede luego comprobar, que a sus espaldas hay un monstruo increíblemente superior.
Aquí sustituiría monstruos por atractivo o seducción inconsciente.
Pero no. Estábamos nosotras y una legión de abuelos con sus ojos pequeños en un reguero de arrugas, que charlaban, reían y se lo pasaban bien, confiados en que las aguas sulfurosas que surgían de mil doscientos metros de profundidad los rejuvenecerían. Yo ya había hablado con ellos, y me habían relatado exaltados que conocían casos milagrosos, los escuchaba atentamente y me hundían en una ternura de hojas secas, una especie de emoción que reseca y dificulta el tragar saliva, como cuando  en verano muerdo una rodaja de melón y bebo agua helada, esa sensación de ardor que sube por los ojos y se transforma en rojez húmeda.
Lo cierto es que nadie podía ser el foco de atención de mi joven amigo seductor.
Tal vez porque la interrupción fue visible,  porque había triunfado en el ardid de localizar mi mirada, o tal vez porque sus amigos, a los claramente se los veía animarlo a declarar sus intenciones, lo empujaron sin piedad, lo cierto es que sin dejar de sonreír, incluso con sus ojos oscuros chispeantes y sus mejillas enrojecidas por el sol y la vergüenza, me dijo que era linda.
Y yo, sin dejar de sonreír , con una sonrisa boba y amplia,  me sentí como si quién me intentara conquistar fuera la vida misma, la fuerza vital de la naturaleza, o la inmensidad del tiempo por venir , como si del cielo bajara un ángel a ligarme, como si un río me arrasara, o me cayera una lluvia de verano después de una larga sequía. Fue como zambullirse en el río o en el  mar, un día tórrido de verano, o calentarse las manos con una taza de té, en un día gélido. Yo quise decirle que volviera a jugar con sus amigos, que era muy pequeño para estas tonterías seductoras. Pero entonces advertí que los sonidos habían cambiado, las risas y las voces que me rodeaban se cristalizaban y afinaban en un concierto de juvenil algarabía, y al girarme y mirar alrededor  pude descubrir a un montón de gente desconocida, sin arrugas y absolutamente diferente a lo que había contemplado un momento atrás.
En ese mismo instante dejé de hacer pie y tuve que estirar mis manos para aferrarme a su cuello moreno de niño travieso, y me escuché a mí misma decirle con una voz infantil que me ayudara, porque a los siete años, yo aún no había aprendido a nadar.