miércoles, 11 de diciembre de 2013

Anegados (Capítulo 9)

  —¿Esto azul es agua?
  —Sí, una gran red de agua.
  —¿Me estás diciendo que desde Brasil, pasando por Paraguay, Uruguay y nuestro noreste hay una conexión con los lagos del sur, con la Patagonia? —casi estaba gritando mi pregunta.
  —Sí, querida, una profunda conexión, y no solamente eso, mirá —me dijo señalando unas líneas dibujadas y sonriéndome.
A la par de los ríos subterráneos pintados en azul en el mapa, se veían recorridos en marrón, como si de rutas se tratase. Lo miré de reojo casi ofuscada por la ansiedad de descubrir la historia al completo. Estaba a mi lado, extendiendo prolijamente el mapa,  pensé que habría sido muy atractivo de joven, con su camisa blanca que olía a jabón, a limpio, los ojos claros y la piel morena, todo me daba pistas de que estaba ante un hombre deseado por el público femenino, ¿viviría solo?
  —¿Y de qué se tratan las líneas aledañas?
  —De caminos subterráneos, los que yo descubrí.
  —¿Y para qué están? ¿Quién los hizo?
  —Lo desconozco, pero aparentemente son túneles cavados por las civilizaciones indígenas, ellos parecían conocer los cauces, las conexiones.
  —Una red subterránea de agua y caminos —murmuré sorprendida—, esto es una riqueza monumental, ¿y cómo los encontraste? —me lo quedé mirando fijamente, consciente de que hasta hacía unos pocos días no lo conocía y ahora charlaba con él con la confianza que da una amistad atemporal.
  —Cuando volvimos a la costa, sin saber cómo, ni qué había pasado, despertamos con la piedra al lado y una especie de energía, de luz. Vos no te despertaste y te llevaron a un hospital, nosotros guardamos la piedra porque imaginamos que era la razón de nuestra vuelta a la vida. Cuando la agarramos sentimos que nos cambiaba, que latía como un ser vivo. Hicimos un pacto, nos volvimos sus fieles guardianes, decidimos que yo me encargaría de esconderla y cada uno de nosotros emprendió un proyecto que tiene que ver con el cuidado de esta maravilla que nos trajiste y mientras tanto te esperábamos, porque sabíamos que volverías —me apretó el hombro derecho como reafirmando sus palabras—. Los cambios se hicieron claramente visibles con el paso del tiempo, ninguno de nosotros envejeció más allá de lo que lo estábamos en aquel momento. Y las cosas nos fueron muy bien. El beneficio se extendió para todo el pueblo, Raúl fue quien descubrió las aguas termales que nos bendice a todos con trabajo, con turismo, con salud. Luego investigué el Acuerífero Guaraní, y estaríamos horas hablando de mis incursiones hasta hallar todo lo que viste en el mapa —respiró profundo y suspiró—.  ¿Sabés cuál será el motivo de las guerras en el futuro, Nora?
  —¿Qué la humanidad se matará por el agua potable?
  —Exacto. ¿Entendés que tengamos visitas “inesperadas” continuamente y que nos controlen?
  —Claro —dije estremeciéndome—, ¿corremos peligro?
  —Nosotros no, tenemos la piedra —dijo abriendo el cofre y  pasándomela con cuidado—, pero nuestros recursos son más que deseados por muchos intereses económicos y políticos. Te siguieron cuando supieron que venías. Y ya van varios intentos de robo y te aseguro que  controlan la zona. Las grandes potencias ya se pusieron en movimiento, el Banco Mundial está metido en la investigación conjuntamente con ciertos países “muy interesados”. Y de la piedra saben de su existencia pero no saben de sus poderes. Pero saben quiénes somos, Nora, y no nos pierden de vista ni un segundo.



miércoles, 4 de diciembre de 2013

Anegados (Capítulo 8)

Para eso había venido, para encontrar las respuestas y darlas. Todo confluía en un punto de encuentro. Nora no sabía el rumbo de sus pasos, se movía como una marioneta, como una muñeca desarticulada, se pensaba al control de lo sucedido o de lo que sucedería.  Ingenua, creía que decidía el camino, el de ida y el de vuelta, incluso imaginaba empujar hacia delante el final del mismo. Y mientras tanto, fuera de sus cinco sentidos, alguien estaba tirando los dados y decidiendo en qué casilla se pararía, o qué número le tendría que tocar para saltar hacia otro lado. Desconocía Nora a los jugadores, desconocía las fichas, desconocía las reglas del juego. Pero a veces creía que podía encontrar la verdad, y ella había venido para eso, para encontrarla.

Bajamos unas escaleras hacia el subsuelo de la casa, pasamos por una sala inmensa destinada a juegos, una mesa de pool, un metegol, sillones y una mesa amplia de madera. En una de las paredes había una puerta de cristal empañado, ante mi interés Anchorena me dejó husmear. Era la zona de aguas. Una piscina tan grande como la de cualquier club de barrio. Un jacuzzi burbujeaba en un costado de la piscina y el olor a cloro invitaba a dejarse relajar en el abrazo de las aguas. Al final se adivinaba una sauna de madera, como si de una  casita finlandesa se tratase. Y en el techo falsas estrellas se iluminaban, ahora de color azul, ahora de color rojo, ahora blancas y relucientes. ¿Con quién viviría? No había visto a nadie en el recorrido de la mansión. Ni siquiera personal de limpieza o mantenimiento. Era extraño.
  —¿Seguimos? Luego si querés te podés meter en la piscina. Mi hogar es tu hogar —me dijo sonriente.
  —Gracias, de momento sigamos, tiene usted una casa increíble aunque creo que ya se lo había dicho, ¿no? Es la casa de mis sueños.

Seguimos andando y al final de un pasillo había otro acceso, esta vez a la bodega. Un olor a añejo, a madera alcoholizada me invadió de golpe. Infinitas botellas descansaban en el silencio del tiempo detenido, en el frescor de las sombras hundidas. Se acercó a un tonel, al que movió con una agilidad asombrosa, dejando entrever una nueva puerta en el suelo, como una trampilla que conectaba con una delgada escalera que descendía a una oscuridad más espesa que la de los vinos durmientes.
Ahí al fondo, de manera instantánea, se encendieron luces blancas y caminamos por un pasillo interminable, que estaba flanqueado por varias puertas con códigos y ventanitas para apoyar las huellas digitales. Llegamos a un ambiente con una temperatura adecuada, una humedad relativa controlada, como hacen en los museos, para que las obras de arte no se estropeen, ni se desintegren. Y en el centro un cofre, como en las películas, acristalado con una piedra rara dentro. Me acerqué con cuidado y pude observar los reflejos nacarados, ahora verdes, ahora azules.
Me esperaba y yo la buscaba. Latía imperceptiblemente y me di cuenta que me moría de ganas de tenerla en mis manos.

  —Esperá, que te voy a abrir el cofre —me dijo mientras se dirigía a un panel de control y comenzaba a marcar códigos numéricos.
  —¿Alguien más conoce este lugar? —le pregunté repasando las paredes blancas y desnudas que nos rodeaban.
  —Nosotros cuatro, solamente.
  —¿Nosotros cuatro?
—Claro, Raúl, Lidia, vos y yo.
—¿Lidia es la masajista?
—Exacto, y por cierto, dejá de llamarme de “usted”, me llamo Braulio.
—Ah, perdone, digo perdoná, Braulio
—Ahora vamos a recuperar los recuerdos, querida, vamos a ver si hay suerte.
  —Dale, pero antes, ¿qué son esos papeles que hay al costado?
  —Los planos que te comenté, si querés te cuento mi descubrimiento antes de darte la piedra.
  —Sí, contame, así me tranquilizo un poco.
  —Respirá y calmate, yo mientras tanto te explico —dijo agachándose a buscar los papeles en la caja aledaña al cofre —¿viste el Acuerífero Guaraní del que hablamos antes? Si te pareció un recurso increíble, mirá lo que tenemos.
Y desplegando un mapa de papel, me señaló unos trazos dibujados en una superficie llena de códigos y letras de las que desconocía su significado, y colores diferentes entre los cuales, el azul, era el predominante. Así, a simple vista, lo que me parecía estar viendo, era fantástico.