viernes, 26 de abril de 2013

Espejo

Nada le daba más pereza que tener que ser parte del jurado popular. Pero no le quedaba otra opción. Había investigado y preguntado a un par de amigos abogados, a ver si podía escaparse. No le quedaba más que juzgar al asesino.
El primer día que lo vio le pareció un tipo normal, un poco desalineado tal vez, con aspecto derrotado pero con un brillo malicioso en la mirada. También era cierto que iba predispuesto a encontrarlo culpable. Le pareció conocido, quizás por haber visto su cara en las noticias.
Lo juzgaban por el asesinato de su mujer. El cadáver nunca apareció. Supuestamente lo calcinó y lo redujo a polvo que se desintegró, así, sin más.
En la primera vista, pensó que nunca había estado tan cerca, físicamente hablando y siendo consciente de ello, de un asesino extremadamente frío. Porque él seguía negando su culpabilidad. Y a momentos se podría decir que se divertía, sonreía, disfrutaba de ser el centro de atención, aunque fuera en esas circunstancias.
Quizás fue ese el momento. El momento de intentar ponerse en el lugar del otro. En el intento de imaginar como pensaría, como sentiría el acusado.
Y le conocía de antes, ahora estaba seguro. A veces no reconocemos al farmacéutico de la esquina si lo vemos sin un mostrador y sin la bata blanca. Nuestra memoria intenta localizar adónde corresponde esa cara, ese cuerpo y nos cuesta situarlo en el contexto habitual. Algo así, seguramente le sucedía con el inculpado. No podía ubicarlo en ningún escenario determinado. Sin embargo, estaba convencido de conocerlo.
Se sorprendió a sí mismo, en la segunda vista, husmeando el aire. Le llegaba tibiamente un cierto olor metálico, mezclado con perfumes, con madera, con sudor. Entrecerró los ojos para intentar dilucidar a quién pertenecía cada extracto del perfume que recibía. Le recordó a alguien. A una mujer. Un vestido amarillo.
Era raro, porque no solía sentir con tanto detalle los olores. Se lo atribuyó al encierro de esos días y a la alteración de su vida rutinaria., a la que echaba de menos.
A la hora de la cena, en el hotel, tuvo un ataque de furia. No le parecía correcto el menú. Tuvieron que venir cuatro agentes de seguridad para reternerlo. La mesa quedó destrozada.
Cuando se metió en la cama tuvo que reconocer que su carácter estaba cambiando. No entendía muy bien porqué.
Se levantó hastiado, sin tele, sin móvil. Aislado y retenido.
En la tercera vista la visión fue apocalíptica. Un médico forense explicó los pormenores de un cuerpo cortado a trozos, diseccionado y quemado. Un cuerpo maltratado, violado y asesinado.
Tuvo un momento de placer indescriptible. Se estremeció su cuerpo y tuvo una erección. Aspiró a bocanadas el aire denso del juzgado y produjo un sonido suave, un chasquido mantenido, un tragar el oxígeno mordiéndolo con el filo de los dientes.
Sudaba. Las imágenes le vinieron con claridad perniciosa. Una mujer morena. Un vestido amarillo. La sangre chorreando por las paredes. Los gritos y las súplicas. El perfume mezclado con el olor de la muerte, los sonidos de la muerte y el poder de decidirla. La carne cediendo al filo del cuchillo. El olor del fuego, el crepitar chisposo de la desaparición total que lo transformó en un dios con el poder, ya no de dar vida, sino de quitarla.
Supo que quería repetir ese momento, que volvería a atrás lo que hiciera falta, a una vida de otra vida atrás.
Encontró culpable al acusado.
Salieron del encierro obligado, de jurado popular, cuando terminó el juicio. Antes de abandonar la habitación se miró en el espejo del lavabo.
Ahí encontró al asesino. Lo vio en su cara reflejada en el cristal.
La misma mirada, la misma sonrisa, el mismo deseo.
Salió a la calle. Y en la esquina la vió, una mujer morena con un vestido amarillo.

domingo, 21 de abril de 2013

Círculo de vida

Es extraño, como a veces creemos saber lo que vemos, o creemos conocer a las personas, incluso a nosotros mismos.
Es como proyectar una película y ser los directores. O ser narradores omniscientes, casi dioses poderosos. Sabemos, creemos saber, lo que piensan los otros, lo que sienten los otros. Incluso estamos convencidos que somos ésta sumatoria de piel y músculos y huesos que cada mañana se levanta y realiza las tareas repetidas, rutinarias. Creemos dominar nuestros pensamientos y sentimientos. Somos ésto. Somos aquéllo. Fuímos y seremos. Soy así.
Subí al terrado y miré todas las ventanas abiertas de otra gente. Vi ropa tendida, ordenadores encendidos, retales de vidas. Me imaginé sus vidas, casi las olí. Creía estar siendo observadora. Pero descubrí que más arriba, un poco a la derecha y detrás, había alguien que me observaba a la vez. Yo, la observadora, era observada.
Y a la vez, un poco más a la izquierda, casi de refilón haciendo esquina, desde un tejado, alguien miraba como me miraba el observador y también me miraba a mi. Observada y observadora. Un círculo extraño. Pero ,¿y que más no veía?
Bajé las escaleras y me encerré en mi piso.
Es extraño que creamos que sabemos. Incluso es extraño que sepamos creer.
Es extraño cruzarse como desconocidos, en una calle, en una librería pero conocerse en la línea de tiempo, un tiempo más tarde. Creemos que somos desconocidos, pero no lo somos, aunque nunca nos conoceremos del todo.
Pensamos que estamos solos y alguien nos mira, y miramos pensando ver y estamos ciegos. Pero no estamos solos del todo, y no sabemos nada. No tenemos indicios, ni pruebas, de aquéllo que no somos capaces de ver.
Solamente por un rato, por un instante, en miles y miles de minutos, desconectamos de todo y quedamos desnudos en nuestra esencia. Sin poder describir, ni proyectar, ni darle explicación. Es un milagro pequeño, en el inmenso tiempo que transcurrimos sin luz.
En ese momento se nos ilumina la mente y sospechamos algo, abrimos más los ojos, dilatamos las pupilas, la piel se despierta y absorbe, intentamos atrapar los sonidos imperceptibles. Respiramos sin pensar, dejamos de creer que sabemos, nos sorprendemos de lo inédito e inexplicable, rompemos los moldes preestablecidos, sacamos cuentas infinitas de infinitas coincidencias que podríamos haber visto, y no vimos. Porque solamente en ese momento dejamos de ser ciegos, en el momento de saber que no sabemos, que observamos, pero nos observan, de que tocamos sin sentir y sentimo lo máximo si queremos. El tiempo corre diferente porque ya no es medido, porque desconocemos su medida. Como los niños, dejamos de medirlo por la cuenta de lo perdido, y lo medimos a la espera de lo maravilloso.
Es en el instante milagroso que sabemos que no sabemos, pero intuímos que estamos vivos. Sin saber cuánto tiempo porque ya no tenemos medida. sin saber que veremos porque no somos los únicos actores de la película que ya no dirigimos, porque  más allá, atrás y arriba, desde otro terrado, alguien nos mira, y aún no lo conocemos y quizás no lo conozcamos nunca. Pero ahora sabemos de nuestra ignorancia y nos regocijamos en la dulce sensación de descubrir la sorpresa del instante, del segundo, que intuímos, disfrutaremos. 
Ahora sabemos que no sabemos, pero esperamos ansiosos seguir descubriendo ese milímetro, ese segundo de éxtasis, ese momento maravilloso, de sabernos vivos.

martes, 16 de abril de 2013

Pasado a la carta

No recordaba nada de su pasado.
Desconocía el porqué de su memoria anegada. Le resultaba tan incómodo hablar con la gente y no tener nada que contar, ninguna historia para comparar o compartir, que comenzó a inventarse un pasado. Y se lo inventaba de acuerdo a los lazos que iba gestando con el mundo. Por ejemplo, se inventó un matrimonio felíz, un tanto rutinario, con casa con vistas. Para darle un tono de tragedia interesante, se declaró viuda, con divorcio incluído. Esta franja imaginaria la acercaba a parejas rotas o amigos casados, ya que en alguna cosa podía coincidir y sentirse parte del grupo.
Como un matrimonio no era lo más aventurero que uno se puede imaginar, le agregó a su pasado una vida creativa, un tanto progre. Fue saxofonista de jazz en una ciudad como Buenos Aires, plagada de sonidos mezclados y ensambles imposibles. Tocó en escenarios a la luz de la luna, en veranos tórridos, ante un público embelesado.
Para matizar tanta vida bohemia, se imaginó dando clases a niños pequeños, en escuelas pobres de barrios marginales, se vio ayudándoles en sus carencias terrenales y afectivas. Se vio abrazada por cientos de infantiles almas, que reclamaban su atención y sus besos.
Creó a una dependienta, a una camarera, a una viajante.
Le dio forma a una niñez de barrio sencilla,  a una adolescencia oxidada por la falta de rumbo.
Creó una amante dulce, sensual, a otra fría y distante, a una amante casual y a otra fiel eternamente.
Creo a una mujer enamorada, aún sabiendo que era inútil
Le dio forma a una mujer triunfadora, que arrasaba por donde fuera y a la que los hombres deseaban con solo mirarla, pero también otra que sufría y no se sabía encontrar ni su sombra, perdida en su soledad.
Fue una cantante, una escritora  y un hada con poderes.
Se movió a si misma por Europa, se subió en una moto y se sumergió en los mares, descubriendo un mundo insólito e inesperado.
Se dibujó pintando, bailando, girando.
Se giró a sí misma en su cabeza, imaginándose en tantas y tantas calles, con tanta gente, tan distinta.
Hizo un pasado a la carta, con historias diferentes guardadas en cajones de su mente. Unos cajones inventados porque los reales estaban vacíos.
Pero un día alguien colgó su foto en internet.
Y alguien la reconoció: dijo haber tocado en su grupo de jazz un verano en Buenos Aires, en el parque Centenario.
Y alguien la reconoció: dijo haber sido su alumno en una escuela humilde pero llena de cariño.
Y alguien la reconoció: dijo haber sido lector, observador, amante, amigo.
Nunca supo si realmente había vivido esas historias, o fue la fuerza de su mente que al crearlas, las había creado.
Ahora imagina el futuro, lo inventa, lo reescribe, lo toca y lo pinta.
Intenta decorarlo con un brillante esplendor. Lo rodea de afecto, de caricias, de proyectos. Imagina ayudando a los reales y a los imaginados.
Y de ésta manera encuentra la calma en su mente, inventando lo bueno que pueda venir, esperando el milagro de llegar al sitio, a las personas, a la forma, al fondo, al fin que ya ha visto en su cabeza.
Igual que vió el pasado y lo transformó en realidad.
Ahora inventa un futuro, mientras camina por un presente entre sueños, creadores de nuevos sueños, que espera, desea, anhela, poder vivir.
Ahora crea un futuro a la carta.

lunes, 8 de abril de 2013

Palabras

Las palabras. Solamente un conjunto de códigos, de dibujos en el papel, que unidos, transmiten una idea, un sentimiento, una imágen. Primero los ojos, o los oídos o tal vez el tacto, las perciben del papel o del aire. Luego son llevadas en andas por nervios, como puentes, hacia el cerebro. Y ahí se instalan por un rato. El cerebro las decodifica, las disuelve. Las interpreta según su mapa de ruta confeccionado por lo leído, visto, oído, sentido y pensado antes. Lo recibe con más luz o menos, según el momento, la concentración, el interés, el significado y el emisor, entre otras tantas cosas. Se sorprende si no lo puede decodificar como datos repetidos, en ese caso entran en los cajones de las palabras mágicas, sin explicación consciente ni elemento comparativo conocido. Cada cerebro decodificará las palabras según su experiencia. Una palabra que podrá conmover a alguien le será indiferente a otra persona.
A veces, solo a veces, las mismas palabras despiertan sentimientos parecidos, sentimientos gemelos en muchas personas. Es casi como un milagro. Porque todos somos rutas diferentes, vamos y venimos a sitios comunes, pero tan lejanos a la vez.
Una vez que el cerebro hace su trabajo, le envía señales químicas al cuerpo, por los ríos de sangre. Cada mensajero químico deja su sobre de instrucciones en la parte del cuerpo adecuada. Así de perfectos somos. Ocurre a cada momento, ahora mismo mientras lees ésto.
Si la imágen que tu cerebro ha creado, por las palabras leídas, es de odio, de tristeza o de rabia, los mensajeros llegarán a los músculos que se tensionarán, a las glándulas que segregarán las sustancias necesarias para el engranaje, al corazón, a la piel, al estómago. Habrá tensión, subida de glucosa, se dispararán varias alarmas.
Si las palabras que decodifica el cerebro son dulces, tiernas, positivas, los mensajeros tendrán mejor tarea y el cuerpo  lo reflejará en cada una de sus células.
Las palabras, o sea los pensamientos, nos pueden hundir o elevar, transportar o encerrar, estimular o anestesiar.
Las palabras, los pensamientos, pueden transformarse en materia a través del cuerpo.
Cuando leo tus palabras, se abren canales en mi mente, ventanas en mi imaginación, se vuelven locos los mensajeros en un festival erótico de las células de mi piel. Se desconectan partes que restaban y se forma un torrente sumatorio que rueda , sube y baja, y vuelve a comenzar.
Con las palabras se puede alcanzar el cielo, o no llegar nunca. Se puede hacer una guerra interna con bajas innecesarias. Pero también se puede hacer el amor , dulcemente. Con las palabras se puede viajar, crecer y conectar. Se puede proyectar, crear .
Con tus palabras, con las mías, unas que acaban cuando las otras comienzan y se mezclan en mensajes similares, que se complementan y fusionan, se pueden formar aludes de pensamientos que navegan en el torrente sanguíneo haciendo que el cuerpo, levite, más liviano, en la dura realidad que nos rodea.
En el cajón de las palabras mágicas que hay en mi cabeza hoy moran nuevas compañeras. Y los mensajeros químicos de mi cuerpo corren enloquecidos a dar órdenes, todas ellas de colores luminosos, con sonidos de estreno.
Así de poderosas son, así de increíble, que éstos minúsculos garabatos entrelazados puedan transformar, en un momento, al cuerpo en una explosión .
Voy a buscar inéditas palabras, frescas, sensuales, dulces, sencillas, tiernas, suaves, sensibles, risueñas, emotivas, cálidas y armoniosas.
Y mientras las busco espero que todas éstas ya corran por tu sangre, por tu cuerpo, por tus células y tu piel.
Y tú, lo compartas conmigo.

jueves, 4 de abril de 2013

Giro de 180º

Esto es nuevo. No me había pasado nunca. Qué conociera la obra después que al artista. Y no hablo de un conocimiento con lujo de detalles, de ninguna manera. Pero tampoco un conocimiento de un saludo distante, o de un encuentro fugaz. Digamos que no conocemos a fondo a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Pero si que hay un terreno fértil en el que, has compartido algo con una persona, aunque sea un mínimo instante de conexión inexplicable, que puede darse por escrito, o por sensaciones, o simplemente por intentar encontrar aquéllos códigos que nosotros manejamos, una simbología conocida, algo que nos acerque y nos sirva de reconocimiento, hasta si me apuran, de uno mismo.
Lo cierto es que primero fue la presencia, luego el aprendizaje y las correcciones. Se filtraron las bromas, las frases con doble sentido, que a mí tanto me gustan, los juegos de palabras acompañados de risas. Después llegaron la disección del trabajo, de las ideas. La transfusión en sangre de experiencias y las reseñas de libros leídos.  La audacia, de mi parte, a exponerme y dar vuelta el plano, un giro de ciento ochenta grados. 
Saltamos tres pantallas, de lo desconocido a lo conocido con armadura y estructura definida de antemano por las circunstancias, llegando a la sorpresa por rotura de armadura o disolución de la misma. Algo así como desnudar por un momento, sólo por un momento, el alma.
Entonces conocí la obra.
Y sorprendida, pude entrever, escondido tras los personajes, al artista, como una sombra intermitente. Ciertas palabras, ciertos giros, ciertas reflexiones, las había oído, leído o presentido antes.
La sorpresa fue creciendo cuando, de manera mágica, también descubrí palabras mías, vivencias, sentimientos, hasta metáforas. Comparaciones, nudos atados y desatados de la imaginación. La mía.
Sensaciones verbales convergentes en un mismo punto.
La versión masculina de mi femenina fantasía. 
Giro de ciento ochenta grados.
Lo primero que pensé fue que, a lo mejor, el artista me conocía de antes que yo lo conociera. Pongamos por ejemplo, que supiera de mi existencia y sus vicisitudes ,sin yo saberlo, y hubiera decidido exponerlo por escrito en una novela. Me pareció imposible.
La segunda opción que barajó mi cerebro fue que se debiera a la casualidad. Una absoluta casualidad en el caos de la vida. La convergencia casual de imágenes, metáforas y disgresiones. Pero nada es casualidad en la vida. 
La tercera opción fue reveladora.
La tercera opción fue como despertar de un sueño y ver que la realidad no ha cambiado a tu alrededor.
Esto que he leído es mi historia.
Y me reconozco porque soy yo la protagonista.
Y no es una biografía, no.
Soy uno de sus personajes. Por eso hablo con sus palabras y comparto recursos literarios. Me balanceo entre los renglones, y espero, abrazando a las consonantes, que me dibuje un futuro capítulo. Descanso, con mi cabeza apoyada en las vocales, desordenadas cuando nadie las lee, a que me ponga en marcha como una marioneta eterna. Ahora comprendo la soledad que me invadía en tantos momentos. Cuando deja de inventarme caígo en un estado de inmovilidad aburrida.
Navego en el océano de su tinta y de su brillante imaginación.
Soy la versión femenina de su masculina fantasía.
Dependo de su compasión, de su beneplácito para seguir existiendo.
Puede forjarme una historia eterna con poderes superiores y eterno reinado.
Puede hundirme en los más bajos tugurios, sórdidos y salvajes.
Sólo espero, sueñe un desenlace dulce y tranquilo, que me permita sentir placeres insólitos y abrumadores, que me haga reinar sobre la faz de la tierra.
Aunque, al final de las letras, en la última de las páginas he visto el filo de un cuchillo. Y en la últimas líneas me ha parecido asomarse entre puntos y comas,  la sombra de un asesino.
Así que, aquí espero, recostada entre adjetivos y verbos, que mi escritor quiera darle un cambio a la historia.  Que mi artista sueñe un capítulo que me resucite o me reinvente antes del punto final.  O que la magia haga su juego y sea yo la que escriba y mi autor el que quede enredado en las líneas y letras, esperando la decisión de mi último sueño.
Un giro de ciento ochenta grados.