miércoles, 29 de mayo de 2013

Noche porteña

  —¿Estacionan por un rato, muchachos?
  —Sí, vamos a esta cervecería, ¿vos sabés si está bien, qué onda?
  —Re bien, dentro de un rato se llena y no se puede entrar.
  —Bueno, ¿cuánto es?
  —Lo que quieras, loco, tiráme lo que te parezca.
Berni sacó cinco pesos de su bolsillo, y con toda tranquilidad se los dio, como si lo conociera de toda la vida.
Las chicas se habían replegado cuando apareció Trapito. No era para menos, llevaba su ropa en un estado deplorable. Cuando había sonreído, -porque había sonreído-, dejó entrever un hueco gigante. Los vestigios de la droga en cada elemento de su persona le daban un aspecto que generaba un poco de temor.
San Telmo aparecía un tanto lúgubre aquélla noche de lluvia. La tormenta había caído sin piedad por las calles empedradas, y al ser un día entre semana, no había mucha gente.
Las noticias diarias eran un bombardeo incansable, robos a mano armada, robos por descuido, asesinatos por robos. Lo suficiente para desconfiar de todo y de todos. Lo suficiente para tener miedo.
Por eso ellas retrocedieron con una cierta angustia expectante. Pero Trapito había marcado claramente el territorio, se había dirigido al único hombre, con sentido de camaradería, con amabilidad, con una sonrisa desdentada, pero amplia.
Entraron a la cervecería y estaba llena de gente. Como si hubieran pasado de un mundo, a otro diferente, de la soledad lluviosa de la noche porteña al jolgorio y calor de muchas personas bebiendo y charlando.
  —Che, acá de comer no hay nada.
  —Mirá, yo pensaba que sí, me dijeron que estaba bárbaro éste sitio, y entendí que habían cenado.
  —¿Qué hacemos, nos vamos a buscar una pizzería?
  —Dale, vamos a una de la avenida Corrientes, ¿no?, una clásica, que la pizza tenga mozzarella a montones.
  —Sí, vamos, me muero de hambre, una pizza doble y una Quilmes, urgente.
Salieron a la noche , al frío, a la humedad y al silencio de una ciudad desierta.
Al lado del coche estaba Trapito con dos compañeros más. No parecía muy prometedor el momento de subir y marchar. El aspecto de los amigos, era aún más inquietante. Y no sonreían. Discutían de algo, o al menos eso les pareció, desde la puerta del bar.
 —¿Se van, muchachos? —dijo mientras daba un par de pasos hacia ellos abandonando la charla con sus colegas—  ¿No les gustó el lugar?
 —El lugar está de diez, pero queremos morfar algo, y acá no hay nada. —explicó Berni en un intento de dar normalidad al momento.
 —Si quieren los acompaño, alrededor hay un par de sitios re lindos para cenar.
 —No, gracias pibe, nos vamos a Banchero, a morfar pizza de mozzarella y fainá.
 —¡Ah, bueno!, te vas entonces —y mientras decía ésto metía una mano en el bolsillo.
Los tres pensaron lo mismo. Les temblaban las piernas. Ahora vendría el atraco. A quien se le ocurre salir una noche de tormenta y entre semana. Contuvieron la respiración, no podían hacer nada, al menos rezaban que no les hicieran daño.
 —Y, sí... nos vamos, a lo mejor después venimos —casi susurró Berni.
 —Tomá.
 —¿Qué me das?
 —Si te vas, te devuelvo los cinco pesos.
 —No, estás loco, quedátelos, si no son nada, no pasa nada.
 —No flaco, las cosas son como son, lo que es... es, yo soy re legal, y si te vas, te los devuelvo. Si regresan, me los das y te cuido el coche. Que lo pasen joya.
Se dio media vuelta y se fue con sus colegas, entrando en la esquina oscura de la noche porteña, plagada de fantasmas, de miedos y de injusticias. Por un segundo, se iluminó el cielo. Podía tratarse de un rayo anunciando el ruido de un trueno, estrepitoso. Pero no era un rayo. Era la luna, que quiso, por un momento, acariciar la cabeza de Trapito.

miércoles, 22 de mayo de 2013

Scanner

  —¿Lleva líquidos en la maleta? ¿Cremas? ¿Ordenador?
  —No, las cremas son del tamaño reglamentario, ¿las quiere ver?.
  —Sí, por favor, abra su equipaje.
  —Aquí están, en la bolsa transparente, es de la medida correcta.
Mientras le iba diciendo esto al policía, restregaba mis pies contra mis gemelos, ahora uno, ahora otro, en un vaivén inquieto. El suelo estaba frío y mis botas permanecían moribundas en una bandeja a punto de escanearse.
  —Ya puede pasar.
Nunca había pitado la alarma cuando pasaba por el control, siempre fui muy correcta a la hora de no llevar cosas metálicas. Y poder pasar por el escáner, sin posterior revisión cual sospechosa, me parecía un triunfo y un alivio.
Hasta hoy.
Hoy la alarma sonó, ante mi sorpresa.
  —Levante los brazos, por favor —dijo la policía mientras enarbolaba el aparato detector de peligrosos elementos-, ahora gire —y mientras tanto iba pasando sus manos por mi cuerpo, palpando posibles armas o bombas—. Nos va a tener que acompañar, estamos interrogando a su marido.
  —¿A mi marido? Perdone, no estoy casada, y aparte viajo sola, se equivoca  —le dije mientras me ponía mis botas y dejaba de sentir el suelo helado en mis pies.
  —Pues aquel hombre nos ha dicho que usted es su mujer y que la está esperando.
Miré hacia la dirección señalada y divisé a un hombre desconocido, que me sonreía.
  —No conozco de nada a ese hombre, y repito, no estoy casada.
  —Señora, lo que ha hecho sonar la alarma es su anillo, y si no veo mal, es un anillo de casada, ¿no?;
Miré mi mano, y ahí lo vi. Un anillo de oro. Que no había existido nunca.
Mis latidos eran un bombardeo en mi cabeza, estaba sudando, no podía pensar.
  —Insisto que tiene que haber un error, no conozco de nada a ese señor.—y mi voz salía como apretada, mientras miraba, atónita, a aquel individuo que parecía no perder la sonrisa. Dudé de mi estado mental, y por un momento, sentí que el pánico me invadía.
  —Acompáñeme, solamente le haremos unas preguntas, no se preocupe.
Caminé sin fuerzas, arrastrando mi valija y mi abrigo, y me hicieron pasar a una sala.
No lo recordaba, no lo conocía, no sabía de qué se trataba lo que estaba sucediendo.
Me dejaron un momento a solas con él.
  —¿Quién es usted, qué quiere de mí? —le pregunté angustiada.
  —Todo tiene una explicación, pero te costará entenderla.
  —Acláreme, por favor, estoy muy preocupada, —casi le rogué.
  —Ahora no me conoces, pero me conocerás, me pediste que te buscara, y así lo estoy haciendo. Perderás el avión. Pero nos conoceremos antes de tiempo, antes del tiempo que nos tocaba. Así que; se trata de que creas en lo imposible, y te dejes llevar.
 —¿Y el anillo? Yo no tenía anillo.
 —El anillo siempre lo has tenido, solo que recién hoy lo puedes ver.
Entró el policía, interrumpiendo la conversación, y me hizo el cuestionario, si era turista, por qué venía, dónde iba a parar, si tenía algo para declarar. Del desconocido, no me preguntó nada.
Luego me dejaron salir. A él ya no lo volví a ver.
Cuando llegué a la puerta de embarque, mi vuelo ya había salido.
Me lo cambiaron para seis horas más tarde.
Cuando subí al avión, en la cabina, el comandante a bordo me sonreía. Me quedé quieta sin poder procesar lo que me pasaba.
No supe desde cuándo. Pero si supe, con absoluta certeza, que lo conocía desde mucho, muchísimo tiempo atrás.
O quizás me equivocaba, y fuera mucho, muchísimo tiempo... adelante.

viernes, 17 de mayo de 2013

Efímero


Cuando el tiempo es efímero, cae en cascada el sol, y rueda la luna, locamente, por un cielo que no aguanta del mismo color.
Las palabras se escapan, corren por los papeles, se forman con tinta efímera, en un materia efímero que algún día se perderá.
Las miradas se transforman en gritos desesperados, que no llegan a ningún sitio, porque se esparcen y se vuelven silencio.
El silencio es un segundo, un segundo es un latido, un latido es esa química que se despierta en mi cuerpo, efímero.
Las manos intentan retener la piel,  la piel intenta retener la caricia, la caricia pasa y se apaga, efímera.
Se sacude el alma en mil vibraciones, se transforma en explosiones en el cuerpo, se esparce por cada uno de los pensamientos.
Explota la emoción, nace el deseo, siente la piel, y todo es efímero.
Cuando el tiempo deja de existir y queda el remanso y la calma, podemos creer que sigue y es siempre, podemos creer que para, y es nunca.
Una foto, en blanco y negro, de un paisaje que nunca he visto antes, que se llena de colores cuando el tiempo se detiene, o dejamos de medirlo.
Cuando jugamos a ser niños que de adueñan del presente y desconocen el paso de los segundos, ignoran lo que es el futuro.
No hay más futuro que éste presente que transcurre, no hay más pasado, que el puente hasta el ahora.
Cuando pinto mis fotos de ahora, de mis días contigo, no hay tiempo efímero. No hay tiempo.
Los segundos son eternos y la eternidad es la medida de esperar lo que está por llegar.
Y me vuelvo una niña que se adueña del presente, que se olvida del pasado, y que ignora la existencia incierta, efímera, del futuro.

martes, 7 de mayo de 2013

Cambio

No sabía qué le estaba ocurriendo. Todo lo que había sido normal parecía trastocarse. El mundo tal como lo había conocido, con una determinada cantidad de luz, con la humedad normal del ambiente, con los sonidos y los olores, todo había cambiado.
No se sentía bien. Había oído que comentaban, ahí fuera, de su existencia, de sus razones para no querer salir.
Había sido tan seguro estar aislado. Se sentía tan protegido. No pretendía nada más, le daba igual que le explicaran del futuro, de las ilusiones, de lo que le esperaba si hacía el esfuerzo de cambiar.
La penumbra era acogedora en su permanecer estático. Qué le podría deparar la vida sino sufrimiento, que ya se manifestaba en el mero hecho de pensar en moverse.
No. No quería nada nuevo, no se arriesgaría a asomar su cabeza para que alguien le golpeara, o le hiciera daño. Mejor estar solo.
Mejor estar aislado. Mejor no moverse de la rutina inerte de subsistir con el mínimo esfuerzo.
A veces escuchaba voces. Se esforzaba para distinguir el origen, el tono, la densidad de las palabras. Pero era inútil.
Tenía una sordera emocional. Una parálisis de sentimientos. Una parada cardíaca en el valor.
Era posible que arrastrara signos grabados de una vida anterior. Una vida anterior que lo hubiera predeterminado a sentirse acobardado ante la idea de arriesgarse y salir.
Pero le inyectaron algo. Aquellos hombres con bata blanca, a los que no entendía qué decían, ni qué esperaban de él, le clavaron una sustancia.
Y el mundo al completo comenzó a estremecerse.
Lo supo. No podría resistir mucho tiempo más.
Había llegado el final.
Le explotó una cosa nueva en su interior y era tristeza. Perdía su mundo. Lo perdía. Irremediablemente.
Se resistió unas horas. Y al final se entregó.
Lo invadió otra sensación nueva y era la decepción, la desilusión. Intentó comprender porqué lo obligaban si él no quería, porqué lo arrastraban fuera de su cueva, de su casa, de su vida.
Tuvo muchos sentimientos nuevos pintados de diferentes colores.
Sufrió en su resistencia.
Resistió en su sufrimiento.
Y luego de horas y horas, luchando por seguir en su felicidad solitaria, en su reducido universo redondo y pasivo, en su existencia serena sin búsquedas eternas ni promesas incumplidas, luego de sufrir y resistirse al cambio, la vida lo empujó hacia adelante.
Olvidó todo lo pasado.
Se deslizó con una facilidad inédita.
Sintió vértigo.
Nació.