martes, 30 de julio de 2013

Isquiotibiales (Capítulo 4º)

Lo cierto es que rápidamente me encontré con lo que buscaba. Hasta podría decir que encontré más de lo que pensaba hallar. Hércules me invitó a cenar una noche. Estaba espectacular , moreno, con una camisa blanca y unos tejanos que parecían hechos a medida. Fuimos a un restaurante del Eixample, moderno, muy de diseño, con una carta que había que descifrar más que leer. Charlamos de manera superficial de muchos temas, del gimnasio, del trabajo y de la gente que conocíamos en común. A lo largo de la noche y con cierto grado de alcoholismo creciente en sangre, nos fuimos acercando más y más. Ahora era una mano, ahora el antebrazo, en un momento incluso me pasó un dedo suavemente por mi boca, argumentando que me había manchado.
Al salir me dio un beso. Y no lo rechacé. Fuimos a mi piso y nos dejamos llevar por lo que el cuerpo nos iba pidiendo. Era un hombre perfecto físicamente, y yo era su creador. Así que, por momentos, tenía la sensación de estar con el proyecto de cuerpo de diseño que tantas noches y tantos días me había absorbido el cerebro. Posiblemente era el cuerpo que yo quería tener. Y de alguna forma lo estaba teniendo. En los ratos que no estábamos en plena acción, que no fueron muchos, hablamos de nosotros, de nuestras vidas. Él me confesó que había dudado de mi interés sexual y su orientación. Yo le confesé sólo lo que creí necesario confesar. No le dije que era mi obsesión desde hacía tiempo, ni le dije la sensación incómoda que me producía verlo seducir al resto de la población. Tampoco tenía muy claro si eran celos, envidia, o una especie de amor-odio insano, pero sí sabía que me producía un desasosiego amargo estar pendiente de las miradas que recibía y de las personas que habitualmente lo rodeaban.
Pasamos toda la noche despiertos y al día siguiente seguimos con nuestras rutinas de siempre.
Dos días después me invitaron a tomar un café los paletas que estaban haciendo la reforma en el gimnasio. Me caían bien, eran simples pero divertidos. Estaban todo el tiempo hablando de mujeres, y creo que intuían mi amplio abanico de intereses. Pero no sospechaban nada más. ¿Quién iba a sospechar qué se escondía dentro de mi cabeza?. Si cuando me miraba en el espejo, hasta yo mismo me sorprendía de la imagen tan  inocente que transmitía.
Les expliqué que me gustaban tanto las mujeres como los hombres, que era un enamorado de la perfección física, y no entré en más detalles porque no era mi currículum lo que les interesaba analizar. Me habían convocado porque habían descubierto con el electricista, un pequeño reducto, situado en la parte superior de los vestuarios y las duchas. Un lugar desde el que podrían mirar sin ser vistos, una sensación magnífica. Inmediatamente supe que quería formar parte del equipo, ellos necesitaban alguien que los hiciera salir del gimnasio con cierta normalidad, sin llamar demasiado la atención. Les dije que no había problema, pero que quería disfrutar del rincón secreto. Hicimos la distribución de turnos acomodando nuestros horarios de trabajo con los horarios placenteros del voyeurismo. En un tiempo el agujero quedaría tapado de cemento, así que comenzaríamos cuanto antes.
Cuando se lo propuse a Hércules, se puso como loco. El chico tenía más vicio del que yo me imaginaba. Fue un error de su parte que me contara, con el pasar de los días y en el escenario de las sábanas, sus historias pasadas y presentes. Saber más me acentuaba las ganas de recobrar mi antigua tranquilidad rutinaria. De nada me servía compartir ésta pasión descontrolada si cada minuto se agriaba con la certeza de no ser el único, no ser el primero, no ser el último. Lo que me aportaba de placer era rápidamente neutralizado por la inquietud , por la inseguridad, por los celos que como gusanos, se metían en mis ojos y mis oídos, contaminándome los pensamientos y dificultándome vivir con la serenidad y el control de antes. Claro, que no era la primera vez que me pasaba. Por eso mismo ya sabía lo que tenía que hacer, y era relativamente fácil resolverlo. Y en eso estaba. Planeando, una vez más, la solución a mi angustia, y demostrando al mundo y a mí mismo, lo poderoso que puedo ser.

martes, 23 de julio de 2013

Cuádriceps (capítulo 3)

La amistad de Miguel y Paco había crecido entre ladrillos y cemento. Eran paletas y hacía mucho que compartían obras e historias. La cosa se había puesto complicada con la crisis, pero ellos iban tirando. Así que cuando les dijeron que tenían que ir a un gimnasio a realizar unas reformas, fue toda una alegría. El grupo de trabajo estaba compuesto de seis o siete compañeros, y solamente ellos dos se conocían. Luego estaban los dos moritos, el peruano y el cachas de Cornellà. De vez en cuando aparecía también el electricista, un tipo cachondo al que llamaban “Elchispas”. Él fue quien les informó del punto G.
Habían terminado de comer sentados entre pilas de maderas, piedras y polvo y habían comentado lo bien que estaban currando en un gimnasio. Disfrutaban de la observación de  cuerpos de todo tipo: los que se apuntaban para mejorar, los que estaban lejos de lograrlo, los que no lo lograrían nunca o desistirían pronto en el intento, y los que ya  habían alcanzado la meta, porque la madre naturaleza les había dado la llave en formato de código genético, de cuerpazos de infarto. Obviamente sus comentarios estaban llenos de conceptos más terrenales y de detalles más visuales.
“Tetas” era una palabra que se repetía en la conversación, seguida por “culos”, de forma casi paralela. Todos estaban muy emocionados, de cintura para abajo, y lo manifestaban en sus tertulias de descanso, aunque sabían que mientras estaban trabajando, no podían más que mirar de forma discreta, porque eso les había pedido, encarecidamente, la dirección del club. Discreción, seriedad y profesionalidad. Y ellos de eso estaban sobrados. Pero de hormonas también. Así que lo recopilado durante la jornada se exponía en esos momentos muy masculinos de poner en relieve lo que más relieve tenía, o sea culos y tetas , o tetas y culos, que en este caso el orden de los factores no altera el producto, más bien los únicos alterados eran ellos.
En eso estaban, comentando los palmitos vistos y reconociendo que ellos, a base de subir escaleras, cargar pesos, excavar  paredes, hacer mezclas y demás , pues no estaban nada mal. Vamos, que la gente iba al gimnasio a desarrollar lo que ellos desarrollaban currando sin parar,  y a sudar, lo que ellos sudaban sin querer.
Luego,  con sutileza relativa, analizaban la homosexualidad latente en el mundo fitness, y  lo comentaban con timidez, porque no tenían claro si el cachas de Cornellà era gay,  o simplemente su parquedad respondía a la sencilla escasez verbal, y por eso no hablaba de los culos y las tetas documentados día a día. Pero no se la iban a jugar, porque el cachas era enorme y no lo querían cabrear. Con ellos no se metía, y con eso y con lo que sacaba de curro pesado, ya tenían bastante. Aparte habían hablado con gente que curraba en el gym, y aunque no lo sabían con certeza, intuían que varios de los que mejor se enrollaban eran de la acera contraria. Por ejemplo, estaba ese Manu, el entrenador personal. Un tío de lo más raro. A momentos parecía gay y a momentos se quedaba a mirar una tía con el mismo grado de embobamiento que mostraban ellos. Bueno, había gente a la que le gustaba todo. Suerte para ellos, que mejor que poder escoger de un lado y de otro.  Estaba todo bien. Hoy en día era normal. La libertad les parecía perfecta. Aunque a ellos que no les tocaran los cojones, por supuesto.
Cuando los moritos, el peruano y el cachas se fueron a tomar un café y a fumarse un cigarro, “Elchispas” les comentó lo que había descubierto haciendo las conexiones eléctricas en el falso techo de los vestuarios.
Resulta que había un punto G, como lo llamaba él. Un punto que servía de observador de los vestuarios y las duchas, tanto femeninas como masculinas. Un rincón minúsculo entre paredes y techo falso, que podía dar albergue a dos personas que muy quietitas podían mirar, sin ser vistos. Miguel y Paco tuvieron una manifestación corporal, inmediata y visible, en la entrepierna. Preguntaron a “Elchispas” si alguien más lo sabía , y como la respuesta fue negativa, decidieron hacer un pacto. Disfrutarían por turnos del sitio secreto de observación. Claro que necesitarían alguien de confianza que los dejara salir de noche por la puerta principal, que funcionaba con códigos relacionados con las huellas digitales de cada cliente. De día, poco podrían hacer si estaban currando. Pero cuando terminaban su jornada de trabajo, a partir de las siete y las ocho de la tarde, podrían darse un merecido regalo a la vista, al cuerpo y a la imaginación.
Pensaron que a lo mejor, el tío que más les cuadraba para hacer un pacto era Manu, el entrenador personal.

martes, 16 de julio de 2013

Tríceps (capítulo 2)

  —¿Te he dicho que me apunté en otro gym?
  —No, pero si tú estás más que musculado, nen, ¿para qué cojones quieres cambiar?
  —Ya, tío, pero quiero mantenerme y necesitaba un entrenador personal, ya sabes que en el gym del barrio no hay más que máquinas.
  —¿Y qué tal?¿has conocido alguno?
  —Sí, uno, se llama Manu, me mete caña, no creas.
  —¿Y está bueno?, me dijeron que los monitores, en general, están muy bien.
  —Es normal, pero a mí me gusta. Lo que no sé es si le gusto yo, o no.
  —Tú, cariño,  nos gustas a todos.
  —¡Calla, zorrón!, te lo digo de verdad, me tiene perdido.
  —Pero, ¿por qué?, explícate un poco que no te entiendo, cari.
  —Bueno, me mira con unos ojos, como si yo fuera una presa y él un león  a punto de comerme, pero luego se desentiende de mí, y yo intento darle conversación, pero me pongo nervioso y solamente hablo de musculación y entrenamiento.
  —¿Tú nervioso? ¡Anda ya!.
  —Te lo juro, y no sé porqué me gusta, también te lo digo, porque no es lo que hasta ahora me atraía, tu recuerdas a mi ex, ¿no?
  —No podría olvidarlo aunque quisiera, ¡qué cuerpazo!.
  —Pues éste es todo lo contrario, no está mal pero no es, ni mucho menos, un cuerpazo. Incluso a lo mejor es hetero, no lo tengo claro,  pero mira, me gusta.
  —Vaya, vaya, o sea que todos estamos detrás de tu palmito y tú decides enfocar tu atención en un tío que no sabes ni que cartas juega ni te da la hora; solamente te ayuda a estar más bueno, si eso es posible, para que nosotros sigamos babeando por donde pisas.
  —¡Qué exagerado eres, zorrón! Pero a lo mejor tienes razón, me gustan las complicaciones.
  —¿Por qué no le tiras la caña, a ver que pasa?
  —A lo mejor lo hago, claro que quizás reboto como una pelota de goma. Piensa que alguna vez lo he pillado mirando a las tías, eso es lo que me marea.
  —Chico, a lo mejor es bi.
  —Podría ser que estuviera pasando de pantalla, ya sabes que pienso de la bisexualidad.
  —Sí, que es un camino de transición, que no existe, y yo que sé cuántas cosas más, a veces eres más cuadriculado que un sudoku.
  —Bueno, bueno, hablo por muchos, ya sabes. Pero es lo mismo, si me entero que es hetero me seguirá gustando, no sabría explicarte porqué.
  —Me voy a pasar por ese gym, ¿tienes invitaciones?
  —Sí, te puedo hacer entrar dos veces en el año, y aparte ahora está en reformas, y está lleno de paletas, quiero decir, que sea como sea, verás palmitos.
  —Perfecto, zorrón. La semana que viene me voy un día contigo y veo al entrenador misterioso que te tiene tan interesado.
  —Cuento contigo, cari.
Mientras hablaba con su amigo, recordaba ciertas miradas de su entrenador personal. Tenía la sensación de gustarle y también de que se había topado con un tío complejo, extraño.
Se preparó la mochila con ropa limpia y eligió con cuidado la camiseta que se pondría para entrenar. Era la mejor que tenía y la que mejor le sentaba. Esa misma tarde lo intentaría. Lo invitaría a cenar, al fin y al cabo, ¿qué podía perder?, estaba acostumbrado a que lo siguieran, lo acosaran, lo sedujeran. Así que, la novedad de que hombre permaneciera impasible ante su presencia. lo tenía en tensión y más interesado de lo que hubiera pensado estar por alguien tan normal y poco llamativo. Se miró en el espejo y pensó que su atractivo iba en aumento como sus músculos. Triunfaría. No iba a darse por vencido a la primera si le decía que no. Su entrenador era especial y él quería descubrir el porqué.

martes, 9 de julio de 2013

Bíceps (capítulo 1)

Hace muy poco, comencé a trabajar en un gimnasio. Soy entrenador personal. Hasta ahora no sabía lo mucho que me importaba el cuerpo, el de los demás, bueno... el de alguno de los demás. No pasaron más de dos horas y me señalaron a mi primer cliente. ¡Dios mío! Nunca había visto tanto músculos reunidos en un solo físico. Acero puro. Casi un ser de ciencia ficción. Cuando pude recobrar el habla y algo de mi sentido común, me acerqué para presentarme. Uno cree en Dios cuando descubre cierta justicia divina en la creación de un ser, perfecto en su forma, pero sin desarrollar en su fondo. Digamos que si no hablaba, mi cliente hercúleo era la perfección en persona. Repito, si no hablaba. Pero, por otra parte, ¿para qué iba yo a querer charlar con semejante portento?. A estas alturas, habrán comprendido que mi inclinación sexual  se inclina, valga la redundancia, hacia lo masculino. Soy gay. Pero lo supe hace muy poquito. La primera vez que ejercí de entrenador de Hércules, pensé que desde afuera se vería extraño que un tío normalito como yo, más bien delgado y no precisamente provisto de una gran masa muscular, estuviera haciendo de entrenador de un todopoderoso. Alejé mis pensamientos desmoralizantes y me centré en mi trabajo, y mi trabajo era "su" cuerpo. Me obsesioné, tengo que decirlo. Todo el día pensaba en sus bíceps, sus tríceps, sus cuádriceps. Diseñaba formas más óptimas para aumentar el riego sanguíneo a cada una de sus fibras musculares. Investigaba estiramientos que alargaran dichas fibras y le dieran oxígeno y movilidad. En mi ojos flotaban a la noche, las gotas de sudor que de día se deslizaban por su cara, por su pecho, por sus abdominales tallados en piedra maciza.
Hércules era un portento y además siempre estaba feliz. Era ese tipo de felicidad acuosa de los peces, que no van más allá, que no tienen más memoria que la de un segundo y tres vueltas de pecera.
Las conversaciones más interesantes versaban sobre potingues que aportaban proteínas y diversas formas milagrosas de duplicar el volumen corporal. O sea, la conversación de mi súper hombre era un horror de los grandes, pero que más me daba. Me gustaba, me ponía, me tenía embobado. El problema es que me comencé a sentir cada vez más débil ante él. Y no me refiero a fuerza física, porque en eso siempre hubiese salido perdiendo. Más bien era una pérdida de mi fuerza interior; comencé a sentir celos hasta de las máquinas a las que abrazaba en su machaque diario. Celos de las miradas que le asignaban los compañeros de sala, los monitores, hasta el personal de limpieza. No distinguía si lo miraban por atractivo, por que lo deseaban, o simplemente porque era un elemento más del paisaje. Aquello de estar en el camino de la mirada de otro y formar parte en algún momento, de su pensamiento, de manera aleatoria. Los celos enfermizos, la sensación de haber perdido el control de mi vida, me hicieron pensar que tenía que poner distancia para volver a la normalidad. Lo jodido del tema es que era tarde. Colgaba mi tiempo pendiente de su tiempo, de sus llamadas, de sus miradas, de sus sesiones conmigo. Tenía que poner remedio a tanto descontrol si quería seguir vivo, porque ya ni comía ni descansaba como antes. Pero el despertador seguía sonando por las mañanas, y el trabajo me esperaba impertérrito. Me levantaba excitado. Me acostaba excitado. Era una bomba de relojería hormonal. Estar enganchado de Hércules me estaba trastornando. Por esos días comenzaban las obras de renovación de los vestuarios. El gimnasio se llenó  de paletas que exhibían tus torsos tostados por el sol, desnudos y llenos de polvo. Fuera por levantar pesas, o por levantar tochos, lo cierto es que estaba rodeado de hombres de diseño. Tuve una idea brillante. Era el momento perfecto.  Tenía que elegir: o Hércules,  o yo…

martes, 2 de julio de 2013

Mojito

Llegué temprano a la playa. Temprano para elegir sitio y para estar apartado lo máximo posible de todo tipo de ser humano. Si hay algo que me gusta es la paz de la soledad, el sonido de las olas, yendo y viniendo. El mar me relaja.
También he de decir, que como soy corto de vista, estar lejos de mujeres en topless o desnudas, me asegura seguir relajado. Porque hay momentos que permanecer inalterable, equilibrado y socialmente adaptado, me cuesta, con tanta belleza suelta. En los casos en que la desnudez no responde a los cánones de lo bonito, también suelo alterarme, por otros motivos ,claro, y con otras consecuencias.
Así que, elegir mi metro cuadrado, el adecuado para extender mi toalla, es vital. Intento estar en la dirección correcta en cuanto al sol, cerca de la orilla para remojarme si el calor me achicharra. Es agradable extenderme a lo largo en la arena caliente, dejando que la brisa me recorra y abandonando mis ideas a la suerte, sin retener los pensamientos, sin concentrarme en nada más que en el rumor insistente de la marea.
De ésta manera estaba ayer, tan a gusto.
El primero en retirarme de mi paraíso personal y exclusivo, fue un vendedor de mojitos. Con la piel cetrina, con unas manos lejos del concepto de la higiene personal que yo tengo, me enseñaba una bandeja de poliespan llena de vasitos de plástico con un brebaje que llevaba incluido una hojita verde menta. Estaba seguro que si plantaba la menta debajo de la uñas tendría una producción asegurada, tal era el grado de acumulación de tierra y/o desechos varios, de orígen desconocido. Algo así como el humus, y entenderme bien, humus como estrato de tierra muy fértil, y no con doble "m". Atrás le perseguía una china que me ofrecía un masaje, y más atrás otro personaje como el del mojito, pero que me ofrecía un pareo que flotaba ante mis ojos, floreado y con flecos. Mientras me preguntaba de donde habrían salido todos éstos individuos, negaba con la cabeza, dejando claro que no iba a comprar ningún objeto ni servicio. Aunque hubo un momento que me imaginé retratado con un pareo colorido, con una china masacrando mi espalda mientras en mi mano se derretía el hielo entre la menta del mojito, "menuda foto si la pudiera hacer de lejos", pensé. De muy lejos. Doscientos metros o así,  para después colgarla en el Facebook. Habría gente que hubiera pensado que estaba en Indonesia o Tailandia, seguro.
Me volví a extender a lo largo de mi toalla, ansiando recuperar el sendero del abandono físico y mental.
Un escarbar en la arena, que presentía por lo sonoro pero también por la desagradable lluvia de granos dorados que aterrizaban sobre mi cara, me sacó nuevamente de mi viaje interior. El paki de los mojitos, escarbaba el suelo y dejaba su tesoro bajo tierra. Una botella de ron.
Que yo recordara, al último que había visto escarbar así en la tierra, fue a mi perro, en mi infancia. Y era para enterrar huesitos o panes que no le apetecían en aquel momento.
Quizás fuera por el calor del sol, quizás por el continuo paso de la vigilia al estado de ensoñación, lo cierto es que todo me parecía extraño. ¿Cómo encontraría su tesoro en la extensión de la playa?. Si la gente de alrededor se movía ¿Qué referencia tendría el buen hombre para encontrar su huesito-botella ron?.
Cada vez me costaba más pensar, por lo que al sentir una sombra, creí firmemente en una nube o una gaviota gigantesca que se cruzaba sobre mi cabeza. Pero no.
    —Hola guapo, ¿puedo sentarme aquí, a tu lado?.
Cuando intentaba contestar, ella/él ya se había acomodado en una toalla monísima al lado de la mía. Era enorme, tenía unos pechos talla XXL y enseguida los esparció delante de mí.
Debo reconocer que tuve un ataque de pánico. Yo buscaba la tranquilidad y la soledad relativa de una playa en verano. Pero esto parecía una manifestación de personajes extraños en un metro cuadrado.
Me despedí de mi nuevo amigo/amiga con amabilidad, justificando mi abrupta partida, como si me sintiera culpable de retirarme.
También pensé en la botella de ron, que posiblemente quedara enterrada para siempre, al irme sin dejar referencia para el vendedor de mojitos.
Al recoger mis cosas, escuché el clic de una cámara que me fotografiaba. No me quise girar a mirar.
Me imaginé, me intuí, me presentí, en el facebook de alguien, que a lo mejor diría que estaba en Indonesia, o tal vez en Tailandia, con un pareo florido, una china masajista, y una nueva pareja, brindando con un mojito.