martes, 29 de octubre de 2013

Anegados (Capítulo 4)

  —¿Y quién se salvó de las aguas? —le pregunté sin titubear pero intentando parecer desinteresada, aunque me preguntaba si ella notaba una contracción en mis músculos que hasta el momento no existía.
  —Bueno, ya se sabe que en los pueblos siempre se inventan historias —me dijo con una voz que sonaba bastante insegura—. Hay una leyenda que cuenta que un señor que estuvo desaparecido varios días bajo las aguas, apareció milagrosamente sano y salvo, porque en el fondo del lago, en alguna parte, se encuentra “la piedra”. —Y la última frase la dijo en un susurro.
  —¿La piedra?
  —Sí —rió suavemente—, como el monstruo del lago Ness, nosotros tenemos una piedra que al parecer logra cambios milagrosos.
  —¿Y quién fue el privilegiado que encontró el tesoro? —le dije risueña como haciéndome cómplice de la fantasía pueblerina.
  —Dicen que el señor Anchorena, el vecino más rico que tenemos, ¿lo conocés?.
  —No, pero oí hablar de él, ¿es el señor al que le robaron en su casa hace poco, verdad?.
  —Veo que estás muy informada para no ser de aquí —me dijo mientras retiraba los restos sobrantes de la crema que mi piel no había absorbido en el masaje—, pero te repito, los que vivimos en pueblos tranquilos siempre tenemos una historia mágica para contarles a los de Buenos Aires.
  —Yo soy de Buenos Aires pero vivo un poco más lejos.
  —¿En Madrid, verdad?
  —Sí, en Madrid, veo que las noticias vuelan rápido ¿cómo lo sabías?
  —Nuestros días transcurren tan relajados, que cuando viene alguien de visita, nos enteramos de todo, sobre todo en esta temporada que aún no ha llegado el alud de turistas.
  —Es difícil guardar un secreto, entonces.
  —Ya lo creo que sí —y diciendo la última frase, me puso la mano suavemente en la espalda afectuosa  pero decidida—, te acompaño a la puerta y mejor olvidáte de las historias fantasiosas que contamos nosotros.
Nos despedimos cariñosamente y me fui paseando lentamente hasta el hotel.
Mi cabeza era un torbellino que repasaba los datos que había recibido en poco tiempo. Un misterio y una piedra. No había avanzado mucho, puede que todo tuviera un hilo conductor pero de momento parecía una película de ciencia ficción para niños. Lo que me sorprendía era que supieran todos de mi presencia. Aunque fuera un pueblo tranquilo y aburrido, no era normal tanto control. Además había muchos hoteles y turistas, aunque fuera temporada baja. Decidí investigar por Internet. Alguna noticia encontraría si una persona fue dada por muerta y apareció días más tarde, así por milagro.
En el hotel se respiraba una tranquilidad aletargada, hasta los perros que vagaban sueltos por los alrededores había decidido echarse una siesta en los jardines. Encendí mi ordenador portátil y me puse a trabajar
  Busqué en los periódicos de las fechas del anegamiento. Encontré muchos artículos, algunas fotos de un presidente de facto presidiendo los actos de inauguración de lo que parecía un pueblo destrozado por una tormenta, más que un pueblo de estreno. Pude ver fotos de las antiguas casas señoriales antes de quedar cubiertas por las aguas. Y al final encontré un pequeño artículo sobre un vecino que había desaparecido y lo habían encontrado tres días más tarde. Era un recorte diminuto pero tenía una foto. La amplié lo máximo que pude, hasta que los píxeles de la foto no respondieron y se descuadró la imagen. Me sorprendió ver al señor Anchorena por primera vez. La foto era en blanco y negro y no tenía una gran definición, pero había un detalle que quedaba claro. Y ese detalle me llenaba de dudas, de preguntas y de sorpresa.

viernes, 18 de octubre de 2013

Anegados (Capítulo 3)

Me metí en las aguas al aire libre, rodeada de gente mayor que no dejaba de conversar animadamente. En mi búsqueda de información, decidí escuchar por fases lo que hablaban a mi alrededor, ya que, aunque no siempre fidedignos, los datos que se barajan en la calle tienen algo de certeza.
La primera charla estaba enfocada al fútbol, con la cercanía temporal del clásico Boca River.
  —Yo lo que le digo es que el referí es de un color, ¿me entiende?, y no va a tirar contra su propia camiseta, así que apoyará a uno o a otro, está claro.
  —¿Me está diciendo que estaba comprado? ¿Que el partido tenía final antes de jugarse?
  —Mire, yo no soy ningún boludo, ¿sabe lo que es el fútbol?, un negoción y está todo más que orquestado. Cuando era pibe me lo creía todo e incluso me ilusionaba yendo a la cancha. ¿Y ahora qué?; ahora corren sin ganas, flojitos, juegan a tirarse, ¿usted vio cuando piden tarjeta o cuando intentan ganar tiempo. Yo me vuelvo loco, mire, prefiero irme a dormir que ver a estos dandys que tienen la vaca atada y que ganan la mosca loca, y los hinchas discutiendo y poniéndose nerviosos.
  —En eso tiene razón, al final las hinchadas se matan a palos, la gente se apasiona, pierde los nervios y los que se llevan la guita son los jugadores, los entrenadores y la manga de chantas y mafiosos que manejan el negocio.
   —¿Vio? Ya vemos con otros ojos el súper clásico, pero igual le digo que el referí jugó en contra de Ríver, vendió el partido el hijo de puta....
A esas alturas decidí que tenía que buscar en otras fuentes, y me apunté al spa, a un masaje.
La masajista era una mujer de cuarenta y cinco años, que muy afectuosamente me invitó a estirarme en una camilla  rodeada de inciensos y velas. De fondo sonaba música de relax, y a punto estuve de olvidarme de todo y entregarme a disfrutar del momento, pero no podía. Mi intriga y mi curiosidad eran compañeras infructuosas y obsesivas. Así que le pregunté si era del pueblo, si había nacido allí. Su relato no tardó en ponerse en marcha. Al igual que mostraban interés por los visitantes y sus vidas, los oriundos del pueblo más tranquilo que había conocido nunca se mostraban encantados de explicar sus historias.
Ella había vivido en el pueblo anegado, recordaba sus calles, sus casas antiguas, majestuosas. La iglesia, tan bonita, donde se había casado. Y sobre todo recordaba los árboles, aquellos que poblaban las esquinas y se entrelazaban unos con otros, frondosos y húmedos, con sombras calmantes en los días infernales del verano. Cuando se vinieron al pueblo nuevo, una manzana cada semana, una cuadrícula de vecinos mudándose a sabiendas de que dejaban atrás sus historias, sus huellas, sus recuerdos, no tenían árboles. Ni calles. Ni iglesia. Las casas eran todas iguales, sin personalidad ni alma. Unas más grandes que otras, que por orden eran entregadas a las familias, según los integrantes y según lo dejado atrás. Pero no era así. Nada les había devuelto lo que dejaron atrás.
Sus manos se hundían en los músculos de mi espalda y su voz se contraía por la emoción de los recuerdos.
Todo lo tiraron abajo con máquinas, un espectáculo ruinoso de destrucción. Los muebles de las viejas casas, casas con plantas, con patio, con jardines, con vida compartida entre mates y charlas eternas y sin prisa, esos muebles no entraban en las habitaciones que les habían construido después de tanto pelear por sus derechos. Porque habían peleado. Unidos. Pero quién podía enfrentarse a quienes decidieron después de tantos años amenazando, casi treinta, que tenían que destruir y dejarlos sin pasado, sin historia. Ellos habían tenido club y cine. Habían tenido calles y recuerdos. Y los habían dejado sin nada. Cuando les informaron de que tenían que dejar sus hogares, fue categórica y veloz. Por la mañana les dejaban un canasto para sus pertenencias más justas, a la noche destruían su vivienda. Algunos pudieron llevarse algún trozo de cerámica de las paredes, algún cristal trabajado, alguna reja pequeña. Pero fueron muy pocos.
Ella recordaba incluso el olor del antiguo pueblo. No lo había vuelto a sentir nunca más.
Solo de vez en cuando, los niveles de la represa Salto Grande disminuyen. Es entonces que vuelven a mirar en el suelo, los cimientos de lo que alguna vez fueron sus casas. Vuelven los que sobrevivieron. Porque muchos murieron de pena. Otros murieron por error. Aunque aparentemente alguien sobrevivió de manera misteriosa, y apareció después de haberlo dado por muerto, cuando el agua cubrió casi definitivamente el pueblo.
Casi ya sabía la respuesta, pero tuve que preguntarle quién había sido.

viernes, 11 de octubre de 2013

Anegados. (Capítulo 2)

Al día siguiente me levanté temprano. A las siete ya estaba dando vueltas en la cama y decidí ir a ducharme y ser la primera en desayunar en el hotel. No podía dejar de pensar en lo que me había contado Raúl. El robo había sido por la noche, aunque no todo sucedió como lo habían previsto los ladrones. Los dueños de la casa tenían programado un concierto de la Coral de Concordia, pero habían vuelto antes de tiempo. Cuando llegaron a casa sorprendieron a tres hombres que revolvían los armarios, los cajones y todo lo que se encontraban en el camino, tres individuos que nunca habían visto y ni les preocupaba ser identificados, ya que llevaban la cara descubierta. Yo intuía que sabían que no habría nadie en casa. Los cuadros habían dejado de vestir las paredes para yacer desmayados por el suelo, en un caos de ropa revuelta, adornos de cristal rotos, cajas abiertas y un mundo de papeles que parecía flotar en el maremágnum de objetos revisados. Iban armados pero parecían tan sorprendidos como ellos, y gritándoles un reguero de insultos y amenazas en un castellano extraño, con acento brasilero, los encerraron en el baño. Fueron momentos de angustia, de miedo. Pero no les hicieron daño. Se habían llevado joyas y dinero y algo más, algo por lo que el viejo removería cielo y tierra para recuperar, pero que de momento no sabían que era. Aparentemente, el rico vecino tuvo una especie de ataque de nervios luego del susto, y lo tuvieron que atender de urgencias. ¿Qué hacían los tres tipos robando en el pueblo?. La policía no lo había sabido, tampoco estaban muy preparados para semejante acontecimiento. Cuando el viejo pudo hacer la denuncia ya habían pasado casi doce horas, lo suficiente como para salir limpiamente y sin sospechas como meros turistas relajados. En la comisaría, aquella noche, habían encargado al polaco una pizza doble de mozzarella, y habían visto el partido de Boca y  River.  Esa era la circunstancia más peligrosa que solían vivir, que los hinchas de los dos equipos de fútbol vieran juntos el partido y las emociones tomaran el mando, transformando el bar de turno en una batalla campal. Orsay, fault, penal y otras palabras en inglés adaptadas al criollo se gritaban, se transpiraban, se discutían. Se daba el caso de conversaciones con los jugadores, indicándoles gambeteadas, cambios de ataque, marcajes asesinos o cambios técnicos a través de la pantalla, como si volvieran a la infancia y creyeran que aquellos que veían por la tele estaban encerrados en la caja, seres pequeñitos escuchando sus arengas deportivas o sus insultos calientes de entrenadores experimentados, conocedores de la mejor forma de ganar el partido. Pero al día siguiente, la parafernalia deportiva era superada por el histórico pacto de unión y todo volvía a la normalidad, a pesar de ciertos resquemores eternos entre bosteros y gallinas. Raúl me dijo también que los ladrones buscaban trescientos mil pesos y encontraron siete millones. En aquel momento no caí en la cuenta del detalle. Luego en el hotel, resonando sus palabras en mis oídos, lo pensé. ¿Cómo sabía él que pensaban robar una cantidad y encontraron otra?
Por eso comencé a investigar, de manera casi inconsciente, por curiosidad enfermiza o necesidad vital de tener la cabeza ocupada en otras cosas que no fueran las de mi propia vida.  Lo primero era hablar con la gente. Así que me puse la bata para ir al escenario principal, el que movía todas las actividades, el relacionado con el anegamiento y el inicio del nuevo pueblo, el sitio que encerraba el misterio que me había propuesto descubrir. Me sumé en las calles a un desfile de batas blancas acolchadas, con los mates preparados, levantando gotas de rocío con las chanclas, en las veredas recién estrenadas por la mañana, cuando los sapos y las ranas se retiran, y los pájaros de mil colores toman su lugar, transformando el parque de las aguas termales en una fiesta de sonidos que acompasan las charlas que pensaba escuchar con atención, en mi tarea de descifrar las incógnitas y de llegar a saber qué misterio encerraba el pueblo.

viernes, 4 de octubre de 2013

Anegados (capítulo 1)

Esa misma noche habían entrado a robar en la mansión de los Anchorena. Era la familia más rica del pueblo, y todos los habitantes del mismo, estaba al tanto de su suerte. La envidia era una niebla permanente flotando sobre la cabeza del viejo acaudalado, que se paseaba sin recaudo alguno, sin temor. Claro que aquello no era Buenos Aires. De haberlo sido, no les hubiera sorprendido que le robaran. Es más, en la capital, lo normal era no salir vivo. Pero aquí era un hecho inédito. Si de algo se jactaban los vecinos era de la tranquilidad y la seguridad con la que compartían sus días, y estaban orgullosos de ello. Eran una gran familia, se conocían y se respetaban. Históricamente se habían sentido unidos. Fue cuando, desde la capital, les llegó un informe como si  de una gran roca gigantesca se tratara, como un cataclismo. Desde la gris burocracia interesada les anunciaban que no tendrían donde vivir, el pueblo quedaría anegado bajo las aguas de una inmensa represa hidroeléctrica. Como quien anuncia que hará sol el fin de semana, les hacían conocedores de que sus días en sus calles, en sus casas, habían llegado a su fin. Les deseaban suerte y alegaban la decisión al futuro, al desarrollo del futuro  y al futuro de la patria. Por eso, les decían, ellos quedaban exentos de futuro. Se habían equivocado, los trajeados de las oficinas determinantes de destinos. Los vecinos se unieron como nunca, se volvieron de hierro. No durmieron, hicieron huelga de hambre, manifestaciones, fueron juntos a la capital hasta que los medios de comunicación los detectaron. Se hicieron famosos por su resistencia y por su lucha. Lograron menos de lo que pedían, y por supuesto recibieron menos de lo que les prometieron. Pero finalmente estrenaron un pueblo nuevo, todos juntos. Por eso, ni robos había. Hasta esa noche.
Esto me lo contaba Raúl, girando su cabeza peligrosamente, mientras conducía en la noche serena, que se esparcía, rítmica, con la serenata del  croar de las ranas y los sapos que invadían y pintaban de verde los caminos. Sus ojos brillaban en la oscuridad del coche, y había una sonrisa recortada en su rostro, enmarcado con un gorrito de lana. Yo estaba tranquila, me divertía verlo tan volcado en su relato, explicándome como era la vida por esos pagos, desde la simplicidad sin modernismos.
    —¿Estás buscando pareja, vos, che? —me había dicho con el entusiasmo de un niño al que sus padres le informan de una excursión en breve— acá no te va costar nada conseguirlo.
No pude hacer otra cosa que reír y luego cambiar de tema, y terminó explicándome la historia del anegamiento, y de lo que ocurrió después. Del misterio.
Claro que al principio creí que me estaba contando una historia misteriosa para intentar mantenerme intrigada y absorbiendo mi completa atención en lo que me narraba, a los efectos de intentar conversar interesadamente conmigo.
Pero no era así.
El misterio era una realidad. Lo supe más tarde. Aquélla noche, en el coche, el misterio quedó entrelazado a la noticia del día, y esa era el robo del viejo rico del pueblo. Irónicamente le hice el comentario de la posibilidad  de conocer al viejo Anchorena, por lo de ligar con un viejo adinerado y retirarme, pero él, en su inocencia, creyó leer entre líneas que yo andaba necesitada de macho. Por eso casi se había ofrecido a casarse conmigo si hiciera falta, propuesta que decliné con suavidad, por temor a ofenderlo al comprender que los dobles sentidos no eran su fuerte. Le pregunté entonces por los detalles y así fue que nos enredamos en una charla descriptiva del asalto sin parangón, que había sucedido horas atrás.
Claro que cuando me bajé del coche y entré en el hotel, me seguían resonando sus palabras en la cabeza. No pensaba yo, que un viaje para escapar de mis pensamientos sería tan fructífero, porque a partir de aquel instante mi mente comenzó a armar el rompecabezas del que me habían hecho la entrega de las primeras piezas, o al menos eso creía yo.