miércoles, 27 de noviembre de 2013

Anegados (capítulo 7)

  —Tenemos que salir de acá, ¿podrás caminar?
  —Creo que sí, ¿adónde vamos?
  —A un lugar seguro —contestó extendiéndome sus manos.
  —Bueno —dije aceptando su ayuda y levantándome con dificultad—, lo sigo.
Salimos del museo y afuera estaba el Mercedes de Anchorena, brillando opulento al sol. En el camino, mientras intentaba ordenar mis pensamientos o al menos hacer recuento de los hechos, casi no hablamos. Sonreí pensando que hacía poco tiempo había dicho en broma, en el interior de otro coche, que quería conocer al misterioso señor rico. Y ahí estaba yo, paseando en un coche de lujo.
Dejamos atrás las sencillas calles del pueblo y nos adentramos en una zona apartada, boscosa. Entre el verde explosivo estaba su mansión. Porque era una mansión, no una casa.
  —¿Es su casa un lugar seguro? Perdone que lo ponga en duda, creo que tuvo “visitas inesperadas” la otra noche.
  —Es verdad, no se cansan de venir los muchachos, pero esta vez fueron demasiado lejos.
  —¿No se cansan de venir? ¿Significa que ya habían venido antes?
  —Claro, Nora, nos vigilan, nos controlan y de vez en cuando “nos visitan”.
  —¿Y qué buscan?
  —Buscan varias cosas y la más importante es “La piedra”.
  —Pero a mí me dijeron que se la habían robado.
  —Por supuesto que me la robaron, me robaron una piedra. Pero no “La piedra”. Pero buscan más cosas, te lo aseguro. Entrá y ponete cómoda —dijo abriendo una puerta de madera imponente y dejando entrever un salón inmenso.
Los ventanales inmensos dejaban entrar la luz que dibujaba haces y millones de partículas flotaban en el aire ante mis ojos fijos. Una decoración exquisita en una residencia rústica. De lejos se oían los perros en el jardín. Me dejé caer en un sillón blanco mientras Anchorena desaparecía y regresaba con un par de refrescos. Me miró con ternura.
  —Demasiadas cosas para un día, ¿verdad? —dijo extendiéndome un vaso con jugo de frutas— Dale, tomate esto fresquito para recuperar fuerzas, que tenemos toda la tarde para hablar; vení, te voy a mostrar mi estudio y te voy explicando el tesoro que tenemos por estas tierras.
Lo seguí por una escalera de madera que comunicaba con la planta superior. Avanzamos por un pasillo y entramos en una biblioteca inmensa, absolutamente blanca, con cientos de libros de colores que se transformaron en miles ante mi mirada asombrada. El olor a libros viejos se mezclaba con la cera de la madera, y se transformaba en un aroma especial que me conectó con algo de mi pasado. En una de las paredes una pantalla gigante ya mostraba señales de conexión. Abrió las cortinas con un control remoto y volví a tener aquélla sensación de abstracción con los ojos casi perdidos en los puntitos que volaban ante mi. Me asomé a una de las ventanas abiertas y respiré con avidez el entrelazado perfume verde que me inundaba los pulmones.
  —Mirá, este es el Acuerífero Guaraní ¿oíste hablar de él alguna vez? —dijo señalando en la pantalla un mapa de Sudamérica.
  —No, no sé ni de qué se trata.
  —Se trata de un tesoro. Debajo de Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay existe la reserva de agua dulce más grande del mundo; si no la más grande, una de las más importantes. Podría abastecer a trescientos millones de personas, ¿te das una idea de lo que hablo? La extensión es de un millón ciento noventa mil kilómetros cuadrados, algo así como Francia, España y Portugal juntas, y aún un poquito más.
  —No tenía ni idea de que teníamos este recurso.
  —Eso no es todo, la reserva se va renovando, gastamos algo pero se recupera por la filtración. Hace ciento treinta y dos millones de años que funciona, que existe, ¿no te parece milagroso, o como mínimo extraño?
  —Me parece increíble —dije emocionada, como si además de descubrir que tenía un pasado olvidado también tenía una geografía desconocida. ¿Cuántas cosas más me desvelarían? Me sentía una ciega que volvía a ver y a la que le explican qué es cada cosa.
  —En algunos casos la profundidad es mínima, cincuenta o sesenta metros, en otras es de mil quinientos, es agua dulce en su mayoría, en algunos casos sale con propiedades curativas como pasa en nuestras termas.
  —Pero, ¿tiene algo que ver con la piedra? ¿Qué buscan en su casa?
  —Yo descubrí algo importante y tengo unos planos. Y la piedra ya lo sabés, ¿no? La encontraste vos y nos salvó la vida, nos la devolvió y nos mantuvo igual de jóvenes, o casi —dijo señalándose sonriente las arrugas—,  tal como éramos en aquel momento. Solamente vos sabés de dónde salió o quién te la dio. Nosotros nos beneficiamos y nos volvimos sus guardianes, porque ¿te imaginás que pasaría si cayera en según qué manos? Confiábamos en que si despertabas algún día regresarías y nos explicarías lo que había sucedido.
  —Lo que me cuenta suena a película de ciencia ficción —dije mirándolo fijamente.
  —Lo sé, pero vos viste las fotos.
  —Las ví y tengo la sensación de no hallar en mi cabeza piezas del puzzle.
  —A lo mejor te ayudaría si la volvieras a ver.
  —¿Y puedo hacerlo, puedo ver la piedra?
  —Claro, para eso has venido, Nora.




lunes, 18 de noviembre de 2013

Anegados (Capítulo 6)

Entonces se abrieron las compuertas. Las de su mente y las de la presa. Y fue agua turbia con peces perdidos, niñez lejana con sabor a dulce de leche, canciones alegres con acentos de lejos, fue momento antes del ahogo y después del fin, fue soledad incierta e insegura, ingenuidad sin parámetros para entender lo pasado, fue muñecas de trapo y rayuelas eternas marcadas con tiza en la vereda , fue adolescencia y esencia adolecida, fue troncos húmedos, arcilla roja, pelo envuelto en barro, fue aroma de algas, sentimiento verde de final del juego, ahí arriba el cielo, ¿o es abajo?, todo revuelto, todo, hasta saber que no habría más besos, ni más oxígeno y ya no había nada que recibir, ni dar, ni nada por hacer. Y al fondo del todo estaba la piedra. ¿Cómo dio con ella? En su sueño sin aire de mujer asfixiada, creyó ver a unos seres con la piel oscura, y el pelo negro, casi desnudos, que la acompañaban hasta una ciudad debajo del agua, un reino escondido, un submundo olvidado pero vivo. La acompañaron a ella,  los otros permanecían desmayados en el suelo cubierto de arcilla y rocas. Le hablaron pero no les entendía, y aún así,  la eligieron. Y le entregaron la piedra. Nada especial, una piedra gris, con reflejos azulados que se le antojó tibia y latente. Lo siguiente que recordaba era nada. Una nada inmensa, oscura, una nada con eco, que repetía los vacuos sonidos acuosos que aún resonaban en su mente. Nada.

  —¿Estás bien? —escuché lejos la voz de Anchorena.
  —Sí, estoy un poco mareada.
  —Te voy a buscar un vaso de agua.
  —No, no se vaya, dígame qué pasó, yo no recuerdo nada.
Anchorena se sentó en un escalón, al costado de dónde me había escurrido y con parsimonia comenzó a explicar la historia:
  —Unos pocos fuimos la resistencia, el grupo que trabajó para que no nos hundieran el pueblo, pero el negocio era demasiado grande, los intereses económicos hicieron que la balanza quedara en nuestra contra , como siempre, y los que mandaban en ese momento, decidieron que molestábamos. Nos detuvieron de noche, vinieron armados como si fuéramos un comando y nos llevaron hasta la nueva presa hidráulica, nos arrojaron atados y luego sucedió lo inexplicable, Nora  —dijo bajando la voz en un susurro suave—, porque los cuatro sobrevivimos,  aunque a vos te costó mucho despertar, quizá porque fuiste la que llevabas en las manos “La Piedra”. La noticia quedó reducida a que un viejo loco había desaparecido en el agua pero había regresado sano y salvo. De vos y de los otros dos no dijeron nada, quedó todo tapado, escondido, disimulado con la inauguración del nuevo pueblo. Supe interpretar un tiempo el papel de abuelo desquiciado, de romántico idealista obnubilado por el paso de los años. Y la historia ahí quedó. A vos te trasladaron a un hospital de la capital y luego supimos que te habían llevado a Europa. Pensábamos que habías vuelto con una misión o con un mensaje. Pero enseguida nos dimos cuenta que no nos reconocías —dijo sacudiendo la cabeza como si esto último fuera imposible.
No sabía si estaba soñando o me habían drogado, o las dos cosas. Pero ¿y las imágenes que me habían pasado como una película por la cabeza? ¿las había inventado? ¿estaría, el señor mayor que parecía tan abatido ahora y al que nunca había visto, hipnotizándome, sin yo saberlo?. En todos los casos me sentía muy cansada y lo que no comprendía ni por un momento es cómo podía ser que en las fotos antiguas que colgaban en las paredes calizas del museo estuvieran la masajista,  el señor Anchorena, Raúl y yo misma, y  que el tiempo no hubiese  pasado para ninguno de los cuatro.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Anegados (capítulo 5)

Cerré el ordenador y salí en busca del museo del pueblo. Me habían dicho que lo poco que tenían de recuerdos moraba entre aquellas paredes pintadas de cal blanca. Por dentro me sonaba un diálogo continuo, que me invitaba a parar esta búsqueda infructuosa. Pero ya no tenía marcha atrás, algo me empujaba a descubrir qué era todo eso que parecía una sesión de cine en tres dimensiones, a la que yo estaba invitada para presenciar las escenas de manera integrada, a veces como protagonista, a veces como público. Una brisa fresca me envolvió y me despeinó queriéndome arrastrar en sentido contrario. ¿Qué decía mi amiga madrileña de las piezas? Ah, sí, ahora lo recordaba, algo así como que ella era una pieza que no encajaba en ningún molde, que todo el mundo tiene su hueco para acomodarse menos ella. ¡Qué metáfora más gráfica para describir mis sentimientos!. Así me sentía desde hacía mucho tiempo, tanto que ya no lo recordaba. Por eso me había permitido el viaje de descanso, para desconectar y descubrir qué me pasaba. Había fracasado en casi todo. Dije casi, pero era en todo. Sonreí amargamente. Pero ¿por qué me había venido hasta aquí?. Había una ficha del puzzle que me faltaba, un hueco en mi memoria, una nebulosa que había pretendido no reconocer. Antes de zambullirme en la confusión de mi mente desordenada, llegué al museo. No había nadie y la calma era densa, infinita, era tan grande como el vaivén de la respiración del pueblo entero, como el vaivén del lago en dulce y suavísimo movimiento. Entré y tardé unos minutos en adaptar mis pupilas, que pasaban de la luz explosiva exterior a una semipenumbra húmeda con perfume de tierra mojada.
Respiré profundo, consciente de tener los dedos de las manos y de los pies en tensión, agarrotados, y la boca apretada como queriendo contener las palabras que se enredaban y se hundían. Mis pasos me llevaron a las paredes que contenían fotos enmarcadas, fotos en blanco y negro.
Enfoqué mis ojos en las fotos, una a una. Lo sabía. Los momentos detenidos en el tiempo, aletargados, eternizados en un cartón resquebrajado. Ahí estaban. Cada uno de los que había conocido. Estaba Raúl con sus ojos oscuros y su sonrisa conquistadora. Estaba la masajista que me había narrado el anegamiento entre velas e inciensos. Estaban todos mirándome. Estaba el viejo Anchorena, el más rico del pueblo. Eran fotos  de treinta años atrás. O más. Pero estaban igual que ahora. Exactamente igual.
  —¿Te encontraste en las fotos o te tengo que ayudar? —la voz sonó oscura, con matices terrosos, pero calma.
  —Señor Anchorena, al fin tengo el gusto de conocerlo  —le dije temblorosa, intentando simular una serenidad que no tenía—, ¿en qué fotos me tengo que encontrar?.
  —En éstas —dijo señalando un cuadro enmarcado en madera clara—. ¿Te reconocés?¿No cambiaste tanto,  ¿verdad? ¿Cuántas veces la gente te considera más joven de la edad que vos creés tener?, decíme. —añadió susurrando casi sobre mi hombro mientras yo miraba mi propia imagen en la foto. Una imagen de mí misma de treinta años atrás. Pero igual que ahora.  Ante mi silencio aterrado, me volvió a hablar.
  —¿No te acordás de nada?
  —¿Qué tengo que recordar? Esto es un engaño, intentan volverme loca o algo así. —intentaba gritar pero mi voz se deshilachaba en un murmullo que arañaba mis labios.
  —La piedra la encontraste vos, Nora.
  —¿De qué piedra me está hablando?
  —De la piedra que me intentaron robar, la que vos encontraste hace años.
De golpe me sentí cansada. Todo me daba vueltas alrededor. Me tuve que sentar en el suelo, sudando y tiritando a la vez. Y el olor a humedad, a verde, a rocas y barro, a algas y peces, anegándome,  juntamente con las palabras perdidas y los recuerdos olvidados.