martes, 18 de noviembre de 2014

¡Cuidado con la nena! Se armó la gorda...




 
Justo a tiempo, ni un minuto antes ni uno después. Llegué soltando arena por todos los rincones y al abrir la puerta me encontré que se había armado la gorda ¿Vieron cuando en las películas detienen una imagen, así como congelada? Bueno, yo como si fuera una directora de cine detuve en mi retina la siguiente escena: Abuelito estaba abrazando a Paula y con la mano derecha le estaba tocando el culo; la mano izquierda se desplazaba en dirección opuesta, como frenando algo que ineludiblemente viene a colisionar. En el extremo opuesto a la mano, quien colisionaba era Tino, que exhibía todos los dientes abiertos y amenazaba con cerrar la boca dejando en su interior varios, o todos,  los dedos de mi italiano antecesor. Las caras eran un conjunto de ojos desmesuradamente abiertos por la sorpresa o por la rabia, dependiendo del abuelo en cuestión. En la radio sonaba una canción melosa latina que repetía “Ohhh, no es amor, lo que tu sientes se llama obsesión”, que como música de fondo no estaba mal aunque la encontré un tanto pegajosa y sensual, quizás más adecuada para el día que Abuelito se iba a casar con Carla, por ejemplo, antes de que le informaran de la existencia del pene en su amada carioca. No sé qué había en la olla a presión en la que habían empezado a cocinar, pero la válvula giraba como loca y la cocina se cubrió de un aroma estupendo, tanto que a algún observador casual le hubiera parecido que Tino intentaba morder preso de un apetito descomunal generado por tan exquisito olor a comida. Al parpadear, la escena se descongeló, la válvula largó un chorro de vapor estridente, el latino seguía moviendo las caderas de la obsesión musical repetida y Tino lograba meterle un mordisco salvaje a Abuelito, el cual gritó más fuerte que la válvula, soltó el culo de mi abuela, que cayó, a su vez, sentada del susto. Las cosas no pasaron a mayores porque la dentadura de Tino se desprendió y fue a parar a una fuente de fideos con tuco. A esta altura se mezclaban insultos en italiano, en español y en argentino. Y al final pararon la hecatombe cuando se dieron cuenta de que yo había entrado y que entre mi pelo flotaban y resbalaban unos cuantos fideos que habían sido expandidos de la fuente por la colisión con los postizos de Tino. El silencio relativo se rompió con la risa de mi hermanito, que aplaudía entusiasmado como si estuviera viendo una obra de teatro o una escena de sus dibus preferidos. Pero yo sabía que era una crisis familiar y  reaccioné rápidamente, me limpié los fideos de la cabeza, agarré a Tino de la mano y me lo llevé de paseo. Me iba a tener que explicar muchas cosas que desconocía pero que me podía imaginar, Paula estaba franealeando con Abuelito y eso era intolerable.
Nos fuimos caminando y él rompió el silencio enseguida:
 
—¿Vos viste que le estaba tocando el culo a la abuela ese italiano de mierda?
 
—Yo lo que vi es que se lo estaba tocando y ella se lo dejaba tocar, pero no te preocupes, lo primero que vamos a hacer es ir a una playa especial para que te tranquilices y para que luego podamos contar lo que hicimos, ¿viste?, vos seguime que yo sé cómo proceder en estos casos —le dije toda agrandada, repitiendo frases que había oído en la novela de las tres—. En estos casos lo mejor es poner distancia para tomar la decisión adecuada
 
No dimos ni diez pasos que lo encontramos a “Él”. A lo mejor estaba presentando una obra de teatro, a lo mejor estaba descansando de la filmación de su última peli. No lo sé. Solamente sé que perdí la noción del tiempo del espacio y del decoro. La voz de Tino se perdió a lo lejos, diciendo no sé qué de abuelito y Paula, pero yo solo tenía ojos para enfocar esos ojos verdes increíbles y esa sonrisa inolvidable. ¿Nunca les conté que me lo encontré por la calle?



jueves, 30 de octubre de 2014

¡Cuidado con la nena! Patas chuecas y otros mordiscos.


Con los regueros de helado cayendo entre mis dedos y transformando mis manos en una especie de superficie viscosa como la que usaba el Hombre Araña para subir por las paredes, me fui a casa a toda velocidad, por si se había armado la gorda y yo me lo estaba perdiendo. Porque la cara de Tino me había dado la pista al reconocer mi gesto en el suyo: Tino estaba celoso. Corrí por la arena suave y caliente que se hundía generosamente en cada zancada que daba y me inundaba las zapatillas, porque la arena se transforma en un superhéroe que puede irrumpir en cualquier espacio por chiquito que sea y luego, al quitarte la ropa o al vaciar la mochila, cae en una catarata homogénea que podría formar un médano en una esquina del dormitorio, o al Hombre Montaña, que se forma cuando todos los granos se depositan en el suelo, como todo el mundo sabe.

Digamos que la arena se me estaba metiendo hasta en el orto por querer ir más rápido de lo que me daban mis piernas chuecas. ¿Les hablé alguna vez de mis piernas chuecas? ¿No? ¡Uy! Es muy importante porque es un símbolo familiar. Papá tiene las piernas chuecas. Abuelito tiene las piernas chuecas. El papá de Abuelito... y así para atrás sin parar, parece ser que todos tenían las piernas chuecas. A mí me rompieron mucho las bolas con los de mis piernas: que si parezco un tero, que si monté fresca a caballo, que si pueden pasar dos perros juntos por el medio. Pero a mí me da igual. Soy inmune a las injustas críticas que han hecho de mis piernas, porque sé que son un símbolo, y porque a la hora de correr soy una de las más veloces de toda la escuela. ¿No les conté que siempre gano en todas las competiciones olímpicas que armamos? Ah sí... todas las medallas son para mí, y eso que participan varias escuelas, pero yo siempre les doy una paliza bárbara, por eso ahora me respetan más. Bueno, por eso y porque al último pelotudo que me cargó, le arranqué el lóbulo de la oreja de un mordisco. Fue una mañana de mayo, la del 25 exactamente, que es el día patrio. Hacía un frío bárbaro, de esos que largás el aliento y forma humito como cuando soplás por la punta de una empanadita caliente que querés enfriar enseguida, o como cuando respirás con la boca abierta arriba de la sopa. La carrera era de relevo, o sea, cuatro grupos, cuatro esquinas y varios equipos compitiendo. El pelotudo era de una escuela de Ramos Mejía, eran todos reconchetos porque era una privada, no sé que María de los Milagros, o los Milagros de María, no me acuerdo. El milagro ocurrió, porque el forro me dijo todo gracioso con sus aparatos para enderezar los dientes, casi tan torcidos como su cerebro esponjoso y poco equipado:

—¿Tu mamá tuvo problemas en el parto? —dijo exhibiendo los alambres retorcidos en una sonrisa burlona, y frotándose las manos.
—¿Qué decís, boludo? —le contesté, midiendo la distancia que nos separaba, que era escasa, mínima.
—¿Que si tu mamá tuvo problemas en el parto… ¡Alta cesárea para sacarte a vos con las patas torcidas que tenés!

El “tenés” lo pronunció en su sílaba final entremezclado con un grito. El humo que salió de su boca, ese vaho invernal, fue mucho más amplio que las pequeñas nubes que soltábamos los demás al respirar. El milagro de María fue que su seño, que se llamaba como la virgen, lo pudo arrancar de mis fauces, quedándome entre los dientes y la puntita de mi lengua con esa parte tierna y redonda que usamos nosotras para ponernos los aritos ¿vie,ron?. Por “Milagro” no me quedé con su oreja. Con el batifondo que se armó no sé si llegó a escuchar que nací en parto natural, y seguramente habría menos sangre que la que salpicó su oreja por la vereda.

Alta operación de oreja te espera, pelotudo, decíles que te la cosan con los alambres de tus dientes —le grité mientras me arrastraban ante la mirada atónita de todos los colegios que participaban.

La carrera se suspendió, y a mí me reunieron con la directora y con el psicólogo. Ya se imaginan el final.

Nunca más se volvieron a meter con mis piernas chuecas, que a mí me encantan, me parece genial tener un detalle generacional que trasciende los tiempos de los tiempos. Eso en la rama genealógica de papá. De la de mamá tengo por herencia, entre otras cosas, una capacidad enorme para poder contar historias, hacer desvíos interminables y volver a engancharme al principio, como si fuera el Hombre Araña trepando por las paredes.

Así que con mis patas chuecas y veloces, y mis manos pegajosas de helado de dulce de leche, llegué a nuestra morada veraniega para ver qué pasaba entre Tino, Paula y Abuelito.

Y llegué justo a tiempo.
 

 

viernes, 17 de octubre de 2014

¡Cuidado con la nena! La guerra entre cacerolas.

La guerra estalló al día siguiente y fue por la comida. Abuelito italiano quería hacer pasta fresca al estilo de la nonna y Paula quería preparar unas migas. No sé en qué pensaban, porque durante el día el sol calentaba  y nos colocaba a unos 38 grados, y tanto las migas como la pasta estaban muy ricas, pero en invierno, no en pleno verano austral. Parecía que la estación del año la tenían configurada allá, en Europa, y de ninguna manera el calor y la humedad nuestros conjugaban con los platos hipercalóricos que se empeñaban en preparar. La discusión fue elevándose lenta pero segura, y lo que al principio parecía un lucha de poderes entre cacerolas, fue revelando un atrincheramiento personal de lo más intenso. Por supuesto que, aún pudiendo ir a la playa o a jugar al patio, preferí quedarme a ver la guerra civil que se había declarado en la cocina:
—Ma, usted signora no sabe niente de cocina, si me permite, io cucino la pasta al dente y con amore le dico, que suo plato quedará a la altura de le caviglie ¿Cómo se dice? Eh, má, sí: tobillos —dijo Abuelito sacando unos tomates perita de la heladera y poniendo la olla a hervir.
—¿Me está diciendo que usted cocina mejor que yo? Veo que está entrando en la demencia senil, ya no solamente se cree un chef sino que anda con jovencitas, ¡qué digo jovencitas, pendones! ¡Apártese! —dijo mi abuela repila, mientras se arremangaba y empujaba con el culo toledano a Abuelito— Mejor que vaya a Río de Janeiro, que aquí en Mardel no va a encontrar joyas como Carla… triunfas que se aprovechan de abuelos verdes.
—¿Vecchio, io? ¿Demenza? A lo mejor es que usted se aburre y me envidia, Carla era una molto buona, una bella regazza, la nostra relacione se rompió porque tenía cazzo…eh, como se diche: pene!
—Qué vergüenza, mire que está la nena escuchando. Nena —me dijo mi abuela señalándome por la ventana la dirección de la playa—, bonita, por qué no te vas a dar un paseíto por la arena, con el día lindo que hace.
—Porque quiero escuchar lo que dicen, así aprendo —dije, dando vueltas por la cocina.
—Nena, andá, hacele caso a tu abuela y salí a dar un paseíto —dijo Abuelito dándome un billete de veinte pesos.
—No seas agarrado, con veinte pesos no hago nada, dame cien y te prometo que me voy.
—Ay, stronzetta, me has salido de la mafia, do venti piu y no voglio vedere tutti nel pomeriggio —dijo Abuelito sacando otro billete del bolsillo.

Al salir con mis cuarenta pesos me encontré con Tino y le conté que Paula y Abuelito se estaban peleando. En su cara apareció un gesto que al principio no reconocí, pero luego, caminando por la orilla del mar y comiendo un helado de dulce de leche lo identifiqué. Tino me había mirado entre bizco y enojado, con los ojos entornados y un rictus en la boca que se le torcía dirección Chile; las cejas se le habían casi encimado formando como un cepillo frontal y me habló poco, cosa rara en él. Era el mismo gesto, la misma cara que había visto más de una vez reflejada en un espejo o en un cristal de una puerta al pasar. Pero no cualquier día o en cualquier momento; no. Era la misma cara que se me ponía a mí cuando veía a Dami con la pelotuda dientes de coneja. ¿Por qué Tino se había ofuscado? Iba a tener que empezar a averiguar qué se cocinaba en mi familia, aparte de la pasta al dente y las migas.



martes, 30 de septiembre de 2014

¡Cuidado con la nena! España versus Italia


La verdad es que llegamos a Mardel con pocas cosas. Al viajar en el micro no podíamos llevar todo lo que quisiéramos, así que tuvimos que conformarnos con la pelota de la playa, la lancha inflable con sus remos, dos sombrillas, dos gameboys, dos sillas reposeras y toallas de mil colores, una mesa plegable de color rojo, la pelota de fútbol de Tito, la colección de Mafalda de mi propiedad, el equipo de mate, la heladerita de picnic, el oso sin nariz con el que duerme mi hermano, la mini computadora para conectarnos con wifi, las paletas, dos libros que están leyendo mis viejos, y al final de todo: Abuelito.

Desde que se enteró de que su novia tenía pene ya no era el mismo. Andaba desganado y un poco triste. Teníamos que revertir esa situación y lo invitamos a que viniera con nosotros a pasar unos días relajado y entretenido. Lo que no sabíamos es que también vendrían los abuelos gallegos. De esos abuelos no teníamos constancia de la asistencia en formato sorpresa. Cuando digo “gallegos” es porque le decimos así a todos los que vienen de la Península Ibérica, pero mis abuelos gallegos venían de Toledo, un lugar precioso en el que alguna vez hubo muchos judíos, como los de aquí pero más antiguos. El tema es que mi abuela Paula y mi abuelo Tino se presentaron sin más como un tornado, ella con una energía explosiva, incansable, y él, con una pachorra bárbara. Paula vive sacando balance de las cosas que Tino no quiere hacer: que si no sale a bailar ni jamás lo hizo, que si es un cómodo que lo quiere todo hecho y resuelto, que si no le gusta viajar y si lo hace es presuntamente obligado por ella, como era el presente caso. Realmente, Tino se comporta casi, casi, como Tito, mi hermanito: pide que le traigan todo, exige la fruta pelada y siempre se encapricha con la comida: si hay fideos quiere arroz, y viceversa; o sea, Tino rompe las bolas a cuatro manos. Es verdad que tuvo algunos achaques y que tiene menos energía que mi súper abuela, pero ahora todos sabemos que vive del cuento. El asunto es que, aprovechando nuestro viaje en sociedad con Abuelito de la Bota, los gallegos se unieron con el fin secreto de Paula de divertirse un poco y pasar unas vacaciones en familia, cosa que no a todo el mundo le sentó bien. Es bien sabido que en Argentina, tanos y gallegos son enemigos porque sí. Un poco como River- Boca, Tango-Folklore, Peronistas-Radicales, o sea, esas boludeces eternas que nadie se ha parado a analizar, pero ahí están, dividiendo al pedo. A mí me pareció una suerte que vinieran los de la Península Ibérica y el de la Bota, y debo señalar que el único inconveniente era el momento de dormir, no por falta de espacio, porque el departamento que alquilamos era amplio y teníamos habitaciones de sobra; más bien era un problema acústico: en mi familia todo el mundo ronca, incluyendo a mi hermanito. Me esperaban noches de conciertos, lo sabía; pero salvando este detalle todo eran alegrías para mí, y de momento, desconocía lo que depararían esas vacaciones familiares tan pobladas de diferentes acentos.

Como era de esperarse, lo primero que hice fue incursionar en las diferentes opiniones de los visitantes, acá les dejo algunas frases que me anoté en mi libreta de las sesiones con mi pelado psicólogo, porque yo nunca descanso a la hora de aprender:

 

“¡Ay, nena, qué esquifoso tutto, mi Carla con poronga, io solo e triste y alora arriva la tua nonna que me pone scardinato y el tuo nonno que ronca!”

 

“Nena, ¿me estás diciendo que tu abuelo tenía una novia travesti? Tengo que hablar con tus padres, hija mía, que estas cosas no son para nenas de tu edad, querida, ¿adónde vamos a llegar?, siempre supe que tu nonno era un poco rarito...”

 

“¿Qué hay de cenar? ¿Sopa? Yo quiero gazpacho... y unas anchoas, del Cantábrico, a poder ser”

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tito en Mar del Plata

Esta mañana decidimos que nos vamos a Mar del Plata de vacaciones. A mi me encanta Mar del Plata; cuando me bajo del micro puedo oler la sal en el aire y escuchar las olas rompiendo en la orilla. Me gustan sus médanos, su rambla y sobre todo me gustan los lobos marinos, gordos y felices al sol, esperando que los pescadores les tiren algún pez y así permanecer relajados sin necesidad de buscar su comida. Y las olas, altísimas y prepotentes que siempre acaban enroscándote y haciéndote perder el norte y el sur, el cielo y el suelo, dejándote tirada con arena en el pelo y escupiendo agua media hora seguida. La última vez que fuimos a Mardel fue hace dos años, cuando yo era chica y Tito transcurría en su fase de gusano al que le comenzaban a salir los dientes. Coincidió con su aprendizaje a dar pasos. Andaba todo el día desnudo dando tumbos errantes, perdiendo y recuperando el equilibrio, degustando granos de arena que agarraba a puñados y pillándose donde le daba la gana. Por esa época demostró también la estupenda habilidad social para seducir con su sonrisa llena de ternura —y de chocolate, babas, helado, galletas—; y luego daba la sorpresa inesperada, proyectaba sus paletitas incipientes cual vampiro y se echaba de golpe sobre la víctima, o parte de ella. Me explico: a lo mejor teníamos una secuencia tipo “señora, nivel abuela, tomando el sol que cae en las redes de un bebé encantador” y pasaba algo así:
  —¡Ay, qué lindo nene! Vení cosita, dame un besito —a lo que “Cosita” respondía abriendo sus ojos verdes, esbozando esa sonrisa increíble y dirigiendo sus  pasitos borrachos hacia la abuela—, dale bebé, vení con la abuela.
Acto seguido, sin dar previo aviso, Tito le metía un mordisco a la cariñosa señora, y mamá tenía que ir al trote hasta la toalla a rayas de colores, en la que  la señora tenía a Tito encima como si fuese un animal rabioso.
La misma escena se repitió con diferentes casos: “Chica joven, relinda, con bikini minúsculo que cae en las redes de un bebé irresistible”; el caso acabó con papá haciendo un sprint hacia la chica que intentaba separar a Tito de una de sus tetas turgentes. “Nene que quiere hacer amigos nuevos y se acerca con su baldecito y su palita a jugar con el bebé inofensivo y tierno”, el cual fue salvado de las garras del rabioso bebé por el salvavidas, musculoso y bronceado… y así sucesivamente. A los dos días tuvimos un área vacía a nuestro alrededor, y es que la gente dejaba cierto espacio vital entre la familia del bebé peligroso y sus pertenencias playeras. Debo reconocer que fue una ventaja inesperada porque Mardel es el mismísimo infierno en la Tierra en pleno verano. Toda la población se dispone a escasos milímetros de distancia, por lo que podés estar leyendo tu Mafalda y usar de señalador el dedo gordo del señor que está estirado inmediatamente al lado, o si no te trajiste pan para el sangüichito, podés estirar tu manito y alcanzar el pebete de la señora que está distraída cuidando que Tito no muerda a su caniche. Así que de modo imprevisto quedamos un tanto aislados y disfrutamos de una intimidad casi imposible.
Claro que a pesar de su pasión por morder, Tito era un amor. Y a veces, pobrecito, vivió momentos terroríficos relacionados con su corta edad. Un día lo dejamos un poco solito en un mini lago que dejaba olvidado la marea; una pequeña pileta de agua salada que, al tener poco contenido, se calentaba suavemente bajo el sol radiante de esas latitudes. El caso es que Tito, con su cabeza relativamente inmensa comparada con su cuerpito de gusano en fase dientes, se desequilibró y casi se ahoga. Fui yo la que corrí con agilidad hacia el mini lago y lo saqué a tiempo. Eso sí, aproveché el momento para dejarle claro que a mí no me podría morder nunca, porque la próxima vez que lo viera ahogarse iba a tener que llamar a los bomberos, al salvavidas, a mamá o a papá, pero yo no lo ayudaría si no guardaba sus lindos colmillos cuando estuviera mi carne a su alcance. Lo entendió a la perfección y sellamos un pacto. Si hacía falta, morderíamos al mismísimo Drácula pero entre nosotros, ninguna dentellada.
Tengo muchas ganas de volver a Mardel y constatar si los vecinos playeros se acuerdan aún de nosotros. Y más que nada, tengo ganas de volver a Mardel, ahora que Tito tiene todos sus dientes desarrollados.

jueves, 21 de agosto de 2014

¡Cuidado con la nena! El cuento y los deberes de las palabras prohibidas

Soy una super heroína. Tengo capa roja que vuela al viento, un body ajustado con lentejuelas de colores y un par de lolas que apuntan hacia los enemigos como si fueran armas de diseño a punto de disparar. Abstenerse de confiar en mi cara de buena; soy temible y justiciera y transito por las calles con mi mascota Ofuscado.
Mi querido Ofuscado en un felino de alto nivel, con los dientes más afilados del mundo y un pelo bárbaro, color fuego. Somos socios en la lucha contra la injusticia. Claro, he de aclarar que en algunas oportunidades actuamos por celos, rencor, amor-odio o simplemente mal humor.
Sin ir más lejos, el jueves por la tarde tuve que limpiarle los restos de saliva leonina a mi psicólogo de su sien izquierda y su ojo derecho (con referencia al izquierdo sólo puedo decir que le faltaba, y tengo mis dudas de que haya podido formar parte de la merienda de Ofuscado), y fue simplemente porque habíamos tenido un día complicado.
Para ir a terapia tuvimos que caminar por calles que parecían tomadas por gente en cámara lenta en algunos casos, y en otros por peatones que habían perdido la coordinación de los movimientos, ya que de golpe paraban, o giraban mirando el infinito, o peor aún, arrancaban en una marcha interrumpida como si tuvieran el mal de San Vito. A Ofuscado esto le pone de muy mala baba, y a mi me desespera. Luego subimos a un colectivo lleno de pasajeros gritones e irrespetuosos. Un señor amargado le pisó la cola a mi amigo y yo tuve que contener el despliegue de mi actitud justiciera porque llegábamos tarde. Eso sí, Ofuscado se tiró un pedo en medio del colectivo y nos sentimos mucho mejor. La gente opinó diferente, por sus rostros color mostaza descubrimos que un buen pedo a veces es la solución óptima.
Al doblar la esquina y llegar al parque que cruzamos para llegar a terapia encontramos a Damián, que se quedó boquiabierto al vernos tan poderosos y atractivos. Y al segundo, apareció la coneja pelotuda con dos helados de dulce de leche y chocolate. ¿Que cómo sé qué sabores de los helados traía? Porque dimos un salto hacia ellos y los dejaron caer al suelo, huyendo despavoridos y cobardes, y entonces pudimos rescatar los heladitos sacándoles algunas hormigas y hojas secas que se les habían pegado en la parte superior del cucurucho. Pero mi ánimo distaba de mejorar por el robohelado; casi hubiera preferido que Ofuscado se comiera a la divina y me dejara un ratito a solas con Dami.
Mientras barruntaba estas ideas y nos acercábamos a nuestro destino, vimos a tres adolescentes que le pegaban a un perro peludo precioso. En dos zancadas los rodeamos, y con un rugido ensordecedor de Ofuscado dejaron al peludo, se quedaron con los pantalones caídos, se mearon encima y entre llantos y mocos que se entremezclaban con sus granos purulentos de adolescentes imberbes con cerebro inútil y almas emponzoñadas, pidieron por favor que los dejáramos marchar. He de confesar que fue inevitable darles varias trompadas con la intención de acomodarles la neurona y para descargar la rabia. Ofuscado me miraba con atención, asintiendo con su regia melena rojiza y mostrando sus colmillos afilados al sol, como avisando  al mundo de nuestro poderío infinito.
Finalmente, al entrar a terapia, el pelado me dijo aquello de “palabras prohibidas” como parte de mi trabajo. Así que cuando Ofuscado se le tiró arriba con las fauces abiertas  de par en par, rugiendo leonino perdido, me fue imposible decirle: “¡No!” ...ni siquiera un tímido “Pero qué estás haciendo, pará”, porque yo, que soy muy obediente, me tomé al pie de la letra mis deberes.
Así que, el jueves, después de una tarde difícil, le tuve que limpiar las babas de Ofuscado a mi psicólogo tuerto, mientras mi mascota ronroneante digería su merienda . Y todo por ser una nena aplicada.

miércoles, 23 de julio de 2014

¡Cuidado con la nena! Los deberes.

Al pelado le dije que no lo había podido evitar. Y era la verdad; cuando me sube la rabia por el cuello no puedo parar. Y aquel día me hicieron fluir la rabia como nunca. Resulta que llego a la escuela, y la forra de la cara de coneja me pregunta por el casamiento de abuelito. Yo le dije que a ella qué le importaba, y ella riéndose con esa cara de pelotuda única por partida doble; única porque es la más pelotuda y única porque nadie la puede superar. Me soltó que le contara eso de que mi abuelito es trolo. La primera trompada se la solté en la jeta, así, sin más preámbulo. Cuando ya comenzaba a gritarme insultos muy alejados de su papel de princesa, le clavé los dientes en el antebrazo y con los puños le fui dando en la barriga.
—¿Y por qué hacés eso? Tenés que aprender a controlar la rabia —me dijo el pelado en la sesión urgente que convocó mi familia luego de hablar con la maestra.
—¿Y por qué tengo que controlarme yo? —Le pregunté ofuscada— ¿Por qué no se controlan los demás? Al final tengo que darle un beso a la estúpida que dice que mi abuelito es trolo... no es que me importe que sea trolo —dije mientras daba vueltas en la silla con ruedas—; me importa que digan mentiras, ¿viste?
—Si cada vez que alguien mienta, vos te vas a pelear, digamos que el resultado no será el mejor, no arreglarás nada —me dijo con su voz monocorde mirándome fijamente.
—¿Cómo que no? Estoy segura de que la forra ya no se me va a acercar a preguntarme nada más en la vida. Eso es un triunfo. Aparte, es justicia.
—¿Qué vas a ser cuando seas mayor? ¿Jueza, abogada?
—Voy a ser justiciera, voy a ser como una súper heroína de las pelis.
—¿Y a quién ajusticiarías? —Me dijo el pelado dispuesto a tomar nota en la libretita esa, en la que a veces hace garabatos y a veces escribe palabras clave.
—Buff, a los que dejan abandonados a los animales, a los que le tratan mal a los chicos, al jefe de mi papá que es un forro y le grita —y mientras iba contando con los dedos de la mano, me paré y le dije—: Mirá, es una lista muy larga, sin trabajo no me voy a quedar cuando sea una súper heroína.

La verdad es que yo tengo un sueño repetido. En mi sueño tengo como mascota a un león, enorme y con una melena roja que ondea al viento. Siempre camina elegantemente a mi lado y me ayuda a impartir justicia donde no la hay. Mordemos los dos, yo con mis discretas paletas blancas muy afiladas y él con una poderosa dentadura de marfil lustroso que provoca destellos a la luz del sol de la tarde.


—¿Me estás escuchando?
—Ay, perdoname —le dije sonriendo a mi terapeuta—, se me volaron las chapas, ¿viste?
—Bueno, andá agarrando las chapas y atalas, que te doy tarea para hacer esta semana
—Ufa, ¿más tarea? —Le dije recostándome sobre la mesa que nos separaba.
—Sí, mirá, tendrás dos palabras prohibidas y un cuento para hacer.
—¿Palabras prohibidas?
—Sí, tus palabras prohibidas son: No y Pero, y tu cuento tiene que ser de vos misma, un cuento en el que vos seas protagonista. Tenés una semana para hacer todo esto.
—¿Se acabó por hoy la sesión?
—Sí, por hoy terminamos, te veo en una semana.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Sí, claro —y me miró con la expectación de quien ve un tsunami.
—¿Vos pensás que abuelito es trolo?

jueves, 3 de julio de 2014

¡Cuidado con la nena!. Carla Dos Santos: El travesti brasileño

La sirena de la ambulancia sonó por encima de Pavarotti, que seguía cantando impertérrito. A los médicos los llamamos porque teníamos varios barcos hundidos: M- 78 (María, 78 pirulos) tuvo un ataque de ansiedad que parecía un paro cardíaco, A-75 (Abuelito, 75 pirulos) fue afectado por un subidón de azúcar y no fue por la dulzura del amor, J-83 (Josepe, 83 pirulos) se cayó mientras intentaba seguir a la novia para corroborar si era macho o hembra; dos puntos de sutura y un brazo en esguince. Un caos.
La que estaba divina, pero divina, era la novia: Carla/Carlos se paseaba con su vestido corto, cortísimo y apretado, por toda la iglesia. Sus caderas se bamboleaban con un ritmo brasilero que dejaba a todo el personal bizco intentando conservar en la retina el glúteo derecho o el glúteo izquierdo, respectivamente. Por delante exhibía un par de lolas de campeonato que, comparando, las tetas de la coneja pelotuda parecían dos chichones por una caída frontal. El pelo negro le caía por la espalda y le tocaba la zona lumbar, que se hundía para dar lugar a las caderas monumentales, y con una sonrisa blanca en su piel tostada seducía a todos los invitados, menos a mi familia directa, que parecía que le había dado un soponcio. Tenía, eso sí, una nuez enorme, unas manos cuadradas y una voz de tenor que reducía al instante la pasión que pudiera generar su imagen femenina plena de atributos exuberantes. Pero a mí me encantaba. Que abuelito se hubiera conseguido esta novia tan diferente me parecía una fiesta. Además me iba a dar un protagonismo inesperado en la escuela. Todos mis compañeritos sabrían que mi abuelo se había casado con un travesti brasileño y eso me daba un poder de conocimiento sobre el sexo y sus múltiples versiones que ninguno poseía. Por supuesto el plan se me fue al garete cuando mis viejos se sentaron al fondo de la iglesia con abuelito para intentar aclarar las cosas. Yo, que estaba muy predispuesta a no quedarme al margen, me fui deslizando entre los santos para escuchar la charla:
—Pero papá, no se ofenda. ¿Usted vio con la novia que se quiere casar?
—Se, ¿questo è il problema, figlio?
—El problema es que Carla...es un hombre. Usted lo sabe, ¿verdad?
—¿Qué dire che? ¡Un uomo, no! ¡È una bella regazza!
—Papá, papá, a ver... tranquilicémonos, ¿dónde la conoció?
L'ho incontrata a una festa... quello che succede è che sei geloso, vos.
—¿Celoso yo? ¿Usted se fue a la cama con Carla? Y perdone la pregunta.
¿Oggi es sábado?... mmm la conocí giovedi y no consumamos nostro amore todavía.
—Carla es un travesti, papá... ¿Cómo le digo yo esto?... es muy probable que el minón brasilero que usted se levantó tenga una poronga más grande que el obelisco, ¿me comprende?
Y sí, abuelito lo entendió perfectamente. Se cayó de culo, pálido y sudoroso, gritando en italiano una retahíla de rezos y palabras que no entendíamos, como si estuviera poseído por un demonio italo-argentino y tuvimos que llamar a la ambulancia. Por suerte no fue nada y la fiesta la decidimos hacer igual, aunque ya no hubo casamiento con Carla, a la que no pareció importarle y disfrutó los bailes con abuelito, con la tanada al completo, con Rómulo y Remo, a los que parecía que les habían secado la única neurona funcional. Incluso movió las caderas con papá, que tuvo un momento genético festivo y se dejó llevar por el alcohol y la samba brasilera.
En un momento que vi a abuelito sentado, descansando entre bailongo y bailongo, me acerqué y le pregunté:
—¿Vos creés que Carla tiene pene, abuelito?
—Qué importa, figlia, mira qué spetacollo, è bella...
—Sí, pero si tiene pene, ¿cómo ibas a hacer, viste? Explicame.
—Nena —dijo abuelito sacando un billete del bolsillo—, ¿por qué no te vas a comprar un gelato?




martes, 17 de junio de 2014

¡Cuidado con la nena! El casamiento.

Al fin llegó el día de la boda. El primer problema lo tuve porque me querían vestir de princesita para hacer de dama de compañía o alguna boludez de esas, a lo que me negué rotundamente. Solamente me faltaba que me viera disfrazada Dami o la forra cara de coneja. La siguiente propuesta fue un vestido blanco con margaritas amarillas. Un horror, un queme, la ridiculez hecha moda. Al final logré que me dejaran tapar mis piernas flacas y chuecas con un pantalón, pero tuve que usar todos mis recursos emocionales: me enojé, lloré, imploré, y amenacé con aguar la fiesta a base de lamentos, así que me dejaron elegir el atuendo. A Tito lo vistieron como si fuera un chico de clase alta, un pibe concheto de Recoleta o Palermo, hasta lo peinaron con un jopo para el costado con un gel que le dejaba el pelito gomoso y brillante, como si le hubiese dado un lengüetazo el perro del vecino, que es un bóxer al que le cuelgan de los morritos un montón de babas espumosas. Todos estábamos tan elegantes que rechinábamos en el barrio, parecía carnaval, nos convertimos en una comparsa de brillos y colores. Eso sí, Abuelito estaba irresistible con un traje azul que le hacía juego con los ojos cobalto y con la corbata remoderna que le habíamos regalado para la ocasión. Los vecinos se agolparon en la iglesia para chusmear en general y los invitados charlaban alegremente de forma desordenada y sin ningún tipo de glamour, por supuesto. Lamentablemente la familia de Italia había tenido un retraso con el vuelo, y llegarían más tarde, perdiéndose así la ceremonia, aunque también he de decirles que como era la cuarta boda ya no lo vivían como un estreno sino más bien como una excusa para reunirse en familia. ¡Y qué familia, mamma mía! Estaba la tía María, que besaba como una ametralladora, en una descarga de stacatos que dejaba los cachetes dolidos; el tío Bruno, que fumaba unos puros asquerosos y que no entendía ni una pomada de argentino; los primos Rómulo y Remo, que no se llamaban así pero siempre iban con la tía Francesca como dos cachorros, a pesar de tener más años que la escultura de los nenes con la loba. En el séquito del sur de Italia venían muchos más, pero no me puedo demorar en el relato porque quiero que sepan cómo acabó la historia y salir a toda pastilla, y hoy tengo sesión de terapia con el pelado.
Así que estábamos todos tan ansiosos, con un calor que hacía en la iglesia que derretía hasta los santos y un olor a flores, a perfumes y a vela que me daba ganas de vomitar. ¿Vieron que los casamientos y los velatorios huelen igual?
 Me centro en la historia, que se me hace tarde. De repente vimos entrar a Lolita.  Ustedes pensarán, ¿y qué? Al fin y al cabo era la novia del momento, por lo tanto lo previsible era que entrara. El problema es que entró y se sentó como un invitado más, en uno de los bancos de madera de la iglesia. Y obviamente que no imaginábamos que iba a entrar empilchada de blanco virginal con un vestido de cola, pero es que entró vestida como para ir al almacén del gallego de la esquina a comprar pan, aceite o fiambre. Y además sin cara de casarse ni nada. De golpe se escuchó un murmullo creciente, una especie de despelote ruidoso con olor a sal mediterránea y entraron en tropel los tanos en un momento de emoción acuosa, sorpresa explosiva y besos tartamudos e infinitos. Una vez que se acomodaron y a duras penas hicieron silencio, recordamos que la novia estaba ahí, tan quietita y poco casamentera, que volvimos todos a preguntarnos qué estaba pasando, sin entender por qué Abuelito no hacía amago de acercarse hacia ella, ni se mostraba inquieto o asustado; al contrario, seguía elegantemente esperando en el altar con sus ojos azules radiantes y sonriendo a toda la parentela. En aquel momento comenzó a sonar una voz impresionante, una grabación de Pavarotti que coincidió con la apertura del portón principal, y en el dintel se recortó una figura: la de la novia. La cara no se le veía bien, por la luz azul que reflejaba sin piedad el verano, pero estaba claro que tenía un promedio de días significativamente menor que el promedio de las últimas conquistas de Abuelito. A medida que se fue acercando, las caras de los invitados fueron empalideciendo. Y la cosa se puso muy pero que muy fea, cuando luego de un murmullo in crescendo se escuchó claramente a Tito preguntar desde su inocencia infantil:
  —¿Qué es un “traba”, papá? ¿Eh, eh?  ¿Qué es un “traba”?

martes, 27 de mayo de 2014

¡Cuidado con la nena! Sangre italiana.

Después de subirme a todas las atracciones y comerme todos las porquerías dulces que quise, volvimos los tres un tanto perjudicados. Yo, del cansancio monumental, y abuelito y Estelita, de la mala onda que se les había instalado luego del encuentro con las locas.
La vuelta a casa era complicada, teníamos que tomar un tren, luego un colectivo, después un subte y al final teníamos la opción de caminar un rato. En la estación del tren de Tigre nos encontramos que no había nadie en la boletería y las máquinas expendedoras de pasajes estaban fuera de servicio. En cinco minutos salía un tren y no había otro hasta casi una hora después, así que nos subimos igualmente. Al rato apareció el chancho a pedir boletos. Un tipo desagradable que quedaba embutido entre las dos hileras de asientos, con cara de amargado, como si en los mates de toda su vida no hubiera incluido ni un gramo de azúcar. Al llegar a nuestro sitio nos dijo exigente:
  —Boletos.
  —La bigliettería estaba cerrada e la macchinari in disusso —le explicó abuelito.
  —¿Qué dice, abuelo?, si no tienen boleto los tendré que multar —dijo el amargado con cierto tono de superioridad.
  —Mirá, nene —dijo abuelito levantándose y articulando las palabras como si las estuviera masticando—, io non sono tu nonno y la boletería estaba cerrada, ¿capito?
  —No se puede viajar sin boleto y no se ponga así que los hago bajar en medio del campo.
  —Dejame a mí Tano, que a vos no te entiende —dijo Estelita intentando poner un poco de paz y concordia y evitar el descenso de un tren que nos resultaba acogedor, cómodo y necesario para llegar a destino—. Señor, a lo mejor no comprendió porque como habla medio italiano medio argentino es un lío —por detrás se escuchaba el resoplido reprobatorio del italiano en cuestión—; cuando subimos no había nadie en la boletería, pero si le parece bien, cuando lleguemos a destino nos acompaña usted y comprueba cómo sacamos los boletos —y le sonrió amablemente mientras empujaba con suavidad a abuelito obligándolo a sentarse.
  —No se puede viajar sin boleto, señora, es la reglamentación —dijo el chancho con un tono prepotente y despectivo—, o me pagan la multa o se bajan en la próxima parada.
  —Sei un estúpido, un cazzone —ya casi gritaba abuelito
  —A mi no me insultás viejo de mierda —le contestó el chancho.
  —Vecchio di merda será tu padre —chillaba el abuelito todo rojo como una llama encendida.
Lo que vino después fue apoteósico. El chancho empujó a abuelito, que ya se le tiraba encima; Estelita le gritó varios insultos que sonaban extraños en su boca, ya que era una señora muy correcta; abuelito arremetió contra el chancho en posición boxeador y le metió un cabezazo, y a la vez recibió un mamporro que lo sentó de culo medio mareado. Cuando vi que de la frente de mi abuelito chorreaba un hilito de sangre, salté endemoniada y le clavé los dientes en lo primero que pude enganchar del chancho, que resultó ser el antebrazo. De fondo se escuchaba el rosario de malas palabras italianas y argentina del tipo “figlio de puta, groncho bailantero, te voy reventar la testa” y cosas así, según fuera Estelita o mi abuelito los que tenían la palabra. Yo no podía ni gritar ni insultar, pero morder les aseguró que mordí hasta que crujió la carne y sentí aquel gusto metálico asqueroso que recordaba de ataques pasados. Entre los tres le metimos una paliza bárbara. Si el chancho se pensó que se había cruzado con unos abuelitos y una nena indefensos se equivocó de punta a punta, el boludo. No en vano nos corría sangre siciliana por las venas, tenemos algo de camorreros, algo de héroes, algo de intrépidos. Tener lo que se dice tener, teníamos un problema, porque alguien llamó a la policía y nos detuvieron y papá nos tenía que venir a sacar de la comisaría, pagando, eso sí, la multa del tren más la multa que nos metieron por fajar al forro del chancho. Pero la sangre es la sangre, o como diría abuelito: “Non hay nada più bello que la famiglia unita”.

jueves, 15 de mayo de 2014

¡Cuidado con la nena! Abuelito

Supongo que conocen Tigre, pero por si alguno todavía no lo visitó, yo les cuento. Es la ciudad que  flota sobre  la muerte del río Paraná en brazos del río de la Plata, los cuales  forman infinidad de islas con sus puertos para que las lanchas puedan atracar. Entre el verde explosivo hay mosquitos que tienen los dientes tan grandes como las fauces del felino que le da nombre al sitio. En Tigre la gente se mueve por el agua, como en Venecia, dice abuelito. Él no es de Venecia, pero viajó mucho y sabe de lo que habla. Fue marino mercante, en mi familia dicen que en cada puerto tenía una novia o amante, incluso escuché susurros de posibles hijos, o sea que puede que haya tíos míos en África, en América y hasta en Asia. Yo me estiro los ojos paralelamente al suelo ante el espejo, y podría pasar por china. Pero es posible que en un lugar recóndito ya haya una chinita parecida a mí con la sangre italiana de abuelito, la misma sangre que chupan los mosquitos del sitio que les estoy contando.
El asunto es que un sábado, la novia repila de mi abuelo sugirió que podíamos ir los tres a pasear juntos en algún catamarán de esos que te llevan a dar una vuelta por el Paraná, para que veas el skyline de la ciudad y sientas el oleaje y el reverberar de las aguas plateadas a la  luz del sol. A ver, plateadas es un decir, porque el agua es más bien marrón caca y está contaminada, ya que hay carteles de “mejor no se bañen”, será para parecernos más a Venecia, dice abuelito. Aunque el agua no sea cristalina, siempre tengo un momento romántico cuando voy a Tigre, y me imagino viajando en un barco incansable, visitando lugares inhóspitos y lejanos, y enamorando con mi acento argentino a chinos, negros y americanos por igual. Lo de los hijos no lo incluyo, porque navegar embarazada no debe ser cosa fácil, así que me lo ahorro. Entre aventura y aventura, entre sueño y sueño, tuve la genial idea de preguntarle a abuelito:
  —El otro día escuché hablar a los viejos de vos y decían que fuiste un mujeriego, ¿qué querían decir?
  —Nena, a vo te piache molto preguntare cosa de adultos, por qué no mirás el paisaje. —dijo abuelito mientras me empujaba hacia la proa del catamarán— Dejanos tranquilos un ratito.
  —No, contestale a la nena, no seas así, Tano —le dijo Estelita muy interesada—. ¿Qué escuchaste de tu abuelito, querida? —Dijo la novia pila haciendo un ademán de reclutarme como si fuera una espía judía en la Alemania nazi.
  —Bueno, dicen que le gustaban mucho las mujeres, que tenía hijos en todos los puertos. ¿Qué querrán decir con eso, abuelito, eh, eh?
  —Ay madonna santa, quel modo di parlare scioccamente, yo sono un santo, nena.
  —Un santo, un santo, Tano, tenés que reconocer que fuiste un poco cabeza loca —añadió la novia, como con ganas de constatar lo que había imaginado de su amado.
  —¿Questa prova, è un giudizi?
  —Mirá, te pusiste nervioso, porque fíjate, estás hablando en italiano; contestale a la nena, ¿tenés hijos por ahí?; hijos o mujeres, claro.
El tono se estaba poniendo un poquito subido, y el ambiente un tanto seco, aunque el agua nos rodeara y la humedad formara un vaho constante a nuestro alrededor.
  —¿Y qué más da lo que hiciera si è parte del passato, cuore mío? —dijo abuelito en su tono seductor, con el que demostraba volver a tener la pelota en su campo.
Pero entonces sucedió. Del fondo del catamarán surgió un grupo de “chicas” que, sin ningún tipo de filtro, se acercaron efusivamente preguntándole a abuelito cuándo repetirían la fiesta loca en la que lo habían pasado tan bien, y por supuesto se preocuparon por la recuperación del momento beodo que mi antecesor había sufrido. Obvio, abuelito comenzó a chapurrear más italiano que nunca y no tuvo manera de zafar del despelote que se le había formado. Estelita tenía una cara de culo que iba del verde oliva al azul cobalto y no era por el reflejo de las aguas cristalinas. Cuando las chicas lo dejaron tranquilo, porque se iban todas al Casino, pregunté inocentemente:

  —Che, abuelo, ¿son amigas tuyas estas locas? —A lo que me respondió sacando un billete del bolsillo.
  —Nena, sciocca, andá a comprarte un heladito y dejá de romper las bolas, querés.

En la isla en que habíamos desembarcado había una hamaca, y mientras saboreaba mi helado, veía los recursos de mi abuelito para convencer a Estelita de su inocencia, qué culpa tenía él de ser tan pero tan lindo e interesante. A lo lejos vi el parque de atracciones, con la vuelta al mundo recortándose en el horizonte, y pensé que me acercaría a la romántica pareja para hacer un par de preguntas más. Me encanta salir de excursión con abuelito, todo son ventajas para mí.





lunes, 5 de mayo de 2014

¡Cuidado con la nena! Las galletas.

A Karen le encantaron mis galletas de chocolate con trocitos. Fue un placer verla triturar hasta la última miga con sus paletas de Oryctolagus cuniculus (conejo wikipédico). Tan linda ella, tan ricas mis galletas. Al principio desconfió un poco, pero le insistí con mi sonrisa más dulce:
  —Dale, quiero ser tu amiga y perdoname si alguna vez te ofendí o te dije algo que no te gustó —por dentro era fuego lo que surgía mientras recitaba el mantra del perdón.
  —Bueno, te perdono, pero no vuelvas a decir mentiras o nadie te querrá, hay chicos que te tienen miedo. Dami, por ejemplo, me dijo el otro día que en su casa le explicaron que sos peligrosa y su mamá le pidió que no se te acerque.
  —¿Qué decís, boluda? —dije sintiendo cómo la sangre se me agolpaba en la cara, transformándome en una antorcha humana.
  —Sí, todo el mundo se enteró de lo que me hiciste.
  —¿Y cómo se enteraron? ¿No será que vos estás hablando de más por ahí? —A esa altura ya tenía la sangre agolpada en las puntas de los dedos y mi cabeza pedía cachetazo a su alteza real.
  —¿Yo? Ehh... no, no hace falta... se sabe y punto —dijo sacudiéndose la melenita de oro, la asquerosa.
Tenía que conservar la calma, al fin y al cabo la victoria secreta era que seguía masticando placenteramente mis galletas artesanales. Con un poco de suerte le saldrían bigotes y pelos, y con un poco de menos suerte, se cagaría durante días. ¿Qué mejor venganza que esa?: La de imaginarla perdiendo la compostura, sentada en el inodoro con la ropa interior hecha un harapo a la altura de los tobillos y envuelta en un halo, pero no el que la rodeaba ahora de adoración y admiración de todos los bobos de la clase, sino un halo de olor a caca.
Le sonreí y me alejé saltando la soga y cantando por el patio soleado. Todavía me quedaba una semana para ir a ver al pelado, tenía que intentar cambiar mi imagen para que me dejara marchar de su consulta para siempre y para que me levantaran el castigo de tres-sin (sintelesincallesincompu).
El fin de semana teníamos una gran fiesta y el castigo quedaría momentáneamente interrumpido. Mi abuelo se casaba o se juntaba por tercera vez. La última novia que tuvo no quería compartir casa, así que la mandó de paseo, parece ser que el problema que ella argumentaba era que ambos querían manejar el control remoto de la tele, el abuelo quería ver el fútbol y su novia cualquier novela o reality show en el que no hubiera pelotas, pero sí que se despelotaran. Resultó una novia demasiado ardiente y de carácter fuerte, cosa que abuelito, que es italiano de la parte de abajo, no pudo tolerar. Cuando digo de la parte de abajo me refiero al mapa de Italia y no, por supuesto, a que mi abuelo se divida en dos mitades o hemisferios procedentes de diferentes idems. El tema es que a mí me caía muy bien la novia que tenía  antes, porque era un cuaternario más joven que él y tenía la re pila, pero no pudo ser. Se fue y rápidamente abuelito conoció a otra mina, porque no vayan a pensar que se quedó mirando fútbol en casa. En el momento que volvió a su soltería, comenzó a rondar por todos los bailes, perfumado y seductor, hasta que pescó a esta abuela nueva; aunque lo de nueva es un decir porque Lolita tiene entre 27.375 y 29.000 días, digamos que es un estreno en mi vida pero no un estreno propiamente dicho. Mi familia está un poco cansada de las andanzas románticas de abuelito, en cambio a mí me encanta, porque cada nueva novia o pareja que él presenta en sociedad me quiere seducir y para ello me invitan a diversas excursiones. Un día fuimos al Tigre con la novia pila y lo pasamos súper bien hasta que se vino la hecatombe, si no tienen apuro les cuento; yo debería estudiar para la prueba de mañana, pero puedo tomarme un rato de descanso, así que les cebo unos mates y les explico.

jueves, 24 de abril de 2014

¡Cuidado con la nena! El amigo nuevo.

¿Qué esperan? ¿A qué vinieron? ¿Qué piensan?
¿A que les parece re jodido que vaya haciendo pregunta tras pregunta? Así me tenía el pelado, que lo remilparió. El guacho no dejaba de estudiarme como hicimos nosotros con la rana desmembrada en el laboratorio, me tenía atrapada bajo el microscopio de su cerebro, si miraba a la mesa, si evitaba sus ojos, si no contestaba enseguida o si lo hacía muy de prisa, si me tiraba un pedo o se me escapaba, todo era objeto de estudio. Yo, inocentemente, pensé que el dibujo de Muma-cadáver me libraría, pero había infravalorado a mi enemigo. Le pareció de lo más interesante y digno de esclarecer, como si se hubiera vuelto un afamado criminólogo. Así que un jueves tuve que bajarme del burro y hacerme amiga. Le traje unas galletitas de chocolate hechas por mí. Y le prometí que también le llevaría a Karen. Sí, sí, lo que oyen; una de las condiciones para obtener mi perdida libertad era mejorar mi relación con mis compañeros de colegio. Obviamente, con la única que les importaba que mejorara la relación era con Karen, los demás perejiles les importaban un corno, para que vean qué poco objetivos son los adultos. Cuando decían “tenés que mejorar tu relación con los compañeros” se referían a “tenés que rendirte a los pies con olor a queso de la princesa Karen”. Así que llegué a mi sesión con mi expresión más tierna y con una caja decorada con un gran moño.
  —¿Y esta sorpresa? —me dijo mi analista pelado con una alegría inusitada—, ¿para mí?.
  —Sí, es para vos, las hice yo solita —le dije alargando la caja que había ocupado el tiempo de recluida por estar castigada sin tele, sin computadora y sin calle—, también hice una para Karen.
  —¡Qué lindo regalo! Y además de chocolate, con lo que a mi me gusta.  

Debo decir que me dio lástima la alegría que leí en sus ojos, que por unos segundos habían dejado de escudriñarme para expresar un sentimiento nuevo que no pensaba descubrir ni experimentar a la vez. Esa fue la jugada matadora de su parte, que en esta oportunidad parecía inconsciente y tal vez, por esa improvisación exenta de profesionalidad que resultó arrolladora para mi conciencia, se generó la siguiente escena:

  —Dame la cajita —le rogué de manera imprevista para ambos—, dámela.
  —¿Pero no era un regalo? —me dijo, tan sorprendido como lo estaba yo.
  —Te tengo que contar una cosa —susurré exprimiéndome las manos, que me transpiraban—; tengo un amigo nuevo.
  —Está bien, ahora me explicas, pero ¿por un amigo nuevo tengo que devolverte mis galletas? —Su ceño fruncido no presagiaba nada bueno.
  —Estee, bueno, sí, algo así —y rematando la tarde de jueves menos inspirada de mi vida, agregué—: es que me acordé de que me equivoqué en la receta.

El amigo nuevo del que hablé aquella tarde a mi psicólogo era una laucha. Un pequeño ratón que cada día entraba silencioso y meticulosamente desconfiado a la cocina de mi casa por un insignificante hueco que había en la pared. Sus ojitos tan chiquitos, su hocico como una trufa diminuta y rápida para encontrar la comida que le dejaba, me divertía y me convertía en cómplice del robo de queso. Era tan entretenido verlo acicalarse los bigotes con sus frágiles patas delanteras como seguirlo en su misión de espionaje. Al final se escurría por el mismo hueco que era tres veces más reducido que él, para retornar a su nido o casa, del que yo desconocía el paradero. Mi amigo, tan callado y tan suave, era un chico con suerte porque la única en la casa que sabía de su existencia era yo y por eso seguía con vida. Cuando todos descansaban a la hora de la siesta, yo permanecía quieta y expectante, para cerciorarme, un día más, de que mi protegido gozaba de inmunidad ratonil. Mi misión secreta, aparte de compartir mis siestas sin sueño con el mini roedor, era protegerlo, y para eso no debía quedar ningún rastro. Así que cuando mi chiquito se cagaba yo me encargaba de juntar sus excrementos en una bolsita. ¿Vieron alguna vez la caca de ratón? Se parece tanto a los trocitos de chocolate que traen algunas galletas...

viernes, 4 de abril de 2014

¡Cuidado con la nena! Al psicólogo...


Cuando llegó el jueves yo estaba tan enojada que era un volcán en erupción, una fiera a punto de atacar, un colmillo afilado dispuesto a clavarse donde fuera necesario. Tenía que ir al psicólogo, era lo último que podía esperar. Ya no era suficiente que el tarado de Dami se perdiera en los ojos de la pelotuda cara de coneja, ni que la aparición de la mencionada nos hubiera roto todos los esquemas. Además de todo esto, en mi casa habían decidido que yo necesitaba tratamiento psicológico. El mundo giraba al revés, era como el tango aquel que hablaba de la Biblia y el calefón, uno que aprendimos para el último de los festivales que preparamos para juntar plata para la escuela, Cambalache se llamaba. Y sí, la pendeja rubia nos había dejado una flor de cambalache.

Arrastrando los pies y decidida a defender mi causa llegué de la mano de mi mamá a un edificio con ascensor antiguo en el que subí recordando el asesinato de Muma, perpetrado poco tiempo atrás. Pensé qué fácil sería todo si pudiera resolver mis temas de la misma manera con Karen. Me desplomé en un sofá, mientras la secretaria recepcionista apuntaba mis datos en una ficha. El sofá resopló y encontré que el sonido semejante a un gas era divertido en el silencio de la sala, así que subí y bajé varias veces provocando el bufido gaseoso con mi movimiento, hasta que mi mamá me dirigió una mirada casi metálica, de esas que no necesitan palabras que suenen en un acorde con el pensamiento. A los pocos minutos salió mi psicólogo, me miró y me dedicó una sonrisa. Y escuché que le comentaba a mi mami:

  —Hola, comenzamos hoy, ¿verdad?

  —Sí  —dijo mi mamá dándole la mano—, esta es mi hija —y me señaló como se señala un tomate maduro en la verdulería.

  —Hola linda, ¿pasamos? —dijo abriendo una puerta lacada que mostraba un consultorio moderno— Miren, hoy vamos a hacer un test, es un juego muy sencillo. Yo te voy a mostrar unas cartulinas con dibujos y vos me vas diciendo qué ves; luego te haré unas preguntitas. ¿Entendido?

Dije que sí con la cabeza, pero por dentro ya estaba armando mi estrategia para que mi flamante terapeuta me declarara retrasada o imposible. Al final es lo mejor que te puede pasar, que los demás crean que sos lenta mentalmente, que no hay nada en tu cabecita hueca. Tengo que reconocer que el tipo parecía listo, eso iba a complicar mi trama, y además tenía a mi progenitora al lado como una leona a punto de morderme. Bueno, la lucha nunca es fácil, pero lo intentaría. No me iba a pasar todas las semanas viniendo a ver a mi pelado psicólogo.

  —Bueno, vamos a ver, decime qué ves acá  —dijo mostrándome la imagen de un oso.

  —Un coche —contesté yo muy tranquila.

Sentí el rechinar de los dientes de mi mami, y pude imaginar cómo apretaba las mandíbulas, mientras con una sonrisa dulce seguía mirando al pelado.

  —¿Y en esta otra? —Dijo mientras desplegaba un avión delante de mis ojos.

  —Esto es una oveja —a esa altura el rechinar se había transformado en un murmullo que mi estrenado doctor sin pelo atajó como si de un gol se tratara.

  —Tranquila, tranquila, esto no es un examen del cole, si ella ve ovejas y coches vamos a aceptarlo, con calma.

  —Si es que lo hace a propósito, doctor; miente, inventa, es un diablo.

  —Es una nena creativa. Vamos a ver qué podemos hacer con la creatividad desbordante, pero siempre desde la calma y el cariño.

Debo decir que me corrió un escalofrío; el pelado me estaba jodiendo la jugada. ¿Creatividad y cariño? ¿Qué había desayunado, un litro de suavizante para la ropa? Ah, no, tenía que mover bien mis fichas. Y así fue, porque lo último que me propuso fue que hiciera un dibujo de mi mascota preferida.

Ya lo saben, ¿verdad? Dibujé a Muma, decapitada y sangrante.

jueves, 27 de marzo de 2014

¡Cuidado con la nena! Arquímedes


No sé por qué, pero si más de cinco creemos o decimos que algo es bueno o malo, se genera una corriente, una especie de terremoto que amontona al resto del grupo por inercia. Se preguntarán a qué viene esto: a que esa era mi arma de lucha contra tanta adoración. Karen era linda, sí, era inteligente, también, pero si los pies le hacían olor a queso el indicador de pleitesía descendería un poco, ¿vieron eso de todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado?, ese principio tan bien aprendido en clase era el que yo aplicaba, cuantas más historias inventaba y dejaba rodar, mi enemiga más se hundía y más me motivaba a crear. Mis historias tenían el mismo peso del objeto sumergido. Dije que era un poco ladrona, que se copiaba y por eso siempre le iba bien en los exámenes, que las tetas eran mentira fruto de un sujetador con relleno que publicitaban en la tele, que la habían echado del barrio del que venía por intentar ahogar a un compañero que le había dicho que tenía los dientes grandes como una coneja. Sí, lo sé, con lo último me había pasado de la raya. Se me fue la mano y hubo consecuencias; hicieron una reunión y llegaron las quejas, esto derivó en una sesión de búsqueda de los culpables de haber generado las historias que a la rubia cara de coneja la habían desacreditado. Tampoco era tan injusto, digo yo, nadie tenía en cuenta lo que ella nos había hecho con su aparición, un daño incalculable en nuestro orgullo, una pincelada de desaparición del planeta de nuestra existencia, un rediseño de la escala de valores: la que hasta el momento había sido linda pasó a ser normal, la normal pasó a la mediocridad y la que había sido fea ahora era la bruja malvada del cuento. Esto tenía una responsable rubia con paletas dentales  provocadoras y nadie lo había valorado. Pero claro, la princesa del cuento soltaba tres lágrimas y se declaraba feriado nacional y luto. Qué asco. Además, tampoco estaba tan alejado de la realidad lo que yo había hecho rotar en el aire; todos nos tiramos pedos, vale que ella no lo hacía en clase, ahí le cambié el contexto, pero al fin y al cabo lo que estaba era nivelando el grado de expectación creado, no es bueno endiosar a la gente. No lo vieron así en el cole. Mis compañeros al final cantaron y todos los caminos llevaban hasta mí. Entonces citaron a mi mamá para darle las quejas. No sé que le habrán dicho porque estoy castigada, no puedo ver tele, ni usar la compu, ni  salir a la calle. Esto es el fin del mundo. Pero no es todo. Esta mañana en el desayuno mi mamá me informó de lo siguiente:

 —El jueves empezás terapia con un psicólogo, a ver qué podemos arreglar en esa cabecita de chorlito —me dijo con un tono entre irónico y enojado—, espero que las notas del año sean buenas porque después de la vergüenza que pasé en la reunión con la señorita solo faltará que te queden materias para recuperar en vacaciones.

—¿Un psicólogo? ¿Para qué, ma? es una injusticia, yo no hice nada, es culpa de esa estúpida que no trae más que problemas.

Mis palabras chocaron contra la espalda de mi mamá que me dijo:

 —Todo eso se lo contás al psicólogo el jueves.

Lo que les digo, el fin del mundo.

 

 

 

jueves, 13 de marzo de 2014

¡Cuidado con la nena! Karen


Claro, se preguntarán quién es la boluda esa, la rubia linda con dientes de coneja. Yo también me lo pregunté cuando la vi llegar a clase el tercer día después del retorno de vacaciones. La seño le rodeó los hombros cariñosamente con un brazo y nos la presentó:

  —A ver, chicos, si se callan les presento a la nueva compañera —el rumor no cesó de golpe, no es nuestro estilo hacer caso de lo que nos piden a la primera, pero enseguida se hizo presente la curiosidad—, Karen viene de otra escuela y de otro barrio, así que le damos la bienvenida por partida doble, sentate querida —le dijo la seño empujándola suavemente—, en aquélla mesa tenés un lugar.

Supe enseguida que a todos los chicos les gustaba Karen, ¿Por qué lo supe? Porque habían hecho silencio en un tiempo récord, porque estaban atentos sospechosamente con una apertura ocular impropia e inesperada y porque, algo inédito, los descubrí haciéndose gestos entre ellos. Los gestos hacían referencia a cierta parte anatómica que resaltaba más que las paletas que asomaban como dos chicles suicidas entre sus labios. Sí, Karen Bertuchelli tenía tetas. Y eso era una asombrosa y llamativa novedad. También tenía ojos azules, el pelo rubio y rizado. Y era linda, en general, la pelotuda era linda, no lo podía negar ni obviar. Las demás nos volvimos transparentes, insonoras, insulsas, invisibles. A partir de aquel momento odié a la pendeja perfecta. Me quedaba una esperanza, una última oportunidad de recobrar la fe en la justicia, y esa esperanza era que fuera tonta. No fue así, sabía de todo, sus trabajos eran los más prolijos y prolíferos, cantaba bien, era una deportista eficiente cuando hacíamos pruebas de atletismo, tenía la mejor ropa y todo le quedaba perfecto. Así que no había esperanza. Había dos caminos, aliarse con ella para intentar recobrar cierta superficie visual en el campo de los chicos, o ser su enemiga acérrima. Mi dignidad no me permitía aliarme con semejante proyecto de diosa, así que levanté mi espada imaginaria, me puse mi pata de palo y declaré la guerra incondicional a la pendeja cara de coneja. Pero, ¿qué podría hacer? Meditando recordé mis pasos básicos, mis comienzos de cierta habilidad estratega. Esos principios se generaron con la aparición de mi hermano menor. Al principio no consideré que pudiera robarme la candidatura a ser “lamáschica”, durante un tiempo fue una masa fusiforme de carne llorosa que comía y dormía y lloraba, no más que eso. Pero cuando comenzó a gatear y a pedir con sonidos guturales la situación cambió. Se transformó en un tormento competitivo, la gente lo miraba a él, le sonreía a él, le decían cosas a él. Yo comencé a tener más responsabilidades y las culpas de todo lo que sucedía de manera incorrecta o sospechosa, objetos rotos incluidos. Así que tomé medidas de manera directa, sin intermediarios. Mi hermanito, al que quería mucho, no vayamos a confundirnos, tenía que saber que yo era su hermana mayor y que era la que mandaba en aquél municipio que era nuestra casa. Al principio me costó un poco, ya que no teníamos mucha diferencia de edad, yo lo superaba en 17.520 horas vividas de antemano (cómo rompe las bolas el tema matemático, ¿verdad?) y él se destacaba comiendo mucho más que yo, un viejo tema comparativo que me tenía refrita.

  —Comé un poquito más, una cucharada solamente.

  —No, no quiero más ma.

  —Mirá, tu hermanito, al final se va a volver más grande que vos.

Y sí, la bestia comía mis platos y los suyos, y poner las cosas en orden me costó mucho, no era fácil tirarle de los pelos y esquivar cachetazos y mordiscos. Pero con habilidad estratega más que con fuerza le gané la partida. De la misma manera que tendría que hacer con Karen Bertuchelli. Eso sí, había una diferencia: a Tito nadie le haría daño si yo lo podía evitar, no en vano era mi hermanito menor; en cambio, a la Bertuchelli no la iba a salvar ni el conejo de Alicia en el País de las Maravillas.

 

jueves, 6 de marzo de 2014

¡Cuidado con la nena! El amor...

La noche pasada soñé que me gustaba Dami y cuando llegué a clase y lo vi (nunca lo había mirado así, con mis dos ojos abiertos en conexión con su existencia) me di cuenta  que el sueño era verdad. No entendí cómo era posible que no lo hubiese distinguido antes, visto así, con la sonrisa eterna en relieve y con los ojos azules, tan azules como marrones son los míos. Yo para él era transparente, no me veía, no me daba bola, era un pánfilo, ¡pero un pánfilo tan lindo!
Decidí que si no se había fijado en mí era porque no sabía que yo sí me había fijado en él, cuando él supiera lo que había descubierto cambiaría de idea rápidamente, y en qué mejor momento que el recreo, ese momento diáfano de invierno, en el patio congelado, donde el sol acariciaba el lado del mástil donde ondeaba la bandera, mientras que el gran árbol permanecía casi desnudo en un rincón  húmedo plagado de pájaros.
Lo vi avanzar por el centro del patio, y lo intercepté para decirle llanamente “me gustás Dami”. El pánfilo se puso colorado como un tomate y salió riendo bobamente hacia el lado contrario. Eso fue en el primer recreo. Estuve pensando en la clase de matemáticas, que la raíz cuadrada del desencuentro es no hablar el mismo idioma, que a lo mejor no me escuchó con el ruido de los gritos y las risas, y decidí que en el segundo recreo le contaría claramente lo que me pasaba.
Avancé por el área central a su encuentro, él realizó un quiebro cuando me vio venir y sonrió boludamente, aunque en sus ojos descubrí algo nuevo que les restaba color y los volvía un poco grises, algo semejante al miedo. ¿Podía ser que yo le diera miedo al “salame”?. Le hice una gambeta, me acerqué peligrosamente y la jugada casi fue de penal porque se cayó (¿o se tiró?) en el suelo con un ruido que sonó por encima del gran alboroto del recreo de las 10.15 horas que terminó con un timbrazo (tarjeta roja) para que todos volvieran a sus aulas, algunos incluso arrastrados sin ganas. Le pregunté si estaba bien, y él intentando disimular el labio medio partido y sangrante, dijo que sí. Rápidamente fue asistido y yo me quedé como si hubiese perdido un gran  partido de la final del mundial o algo parecido. En la clase de ciencias, mientras diseccionábamos  una rana, programé que si Dami no había sido trasladado al hospital, lo volvería a interceptar, con un poco de suerte sin gritos, sin risas y sin sangre, quizás cuando fuera al baño, por ejemplo. ¡Ay esos baños que no tienen inodoro! Recuerdo que en mi primer día de clases me hice encima por no asomarme a esos agujeros infinitos que parecían monstruos a punto de tragarnos. Menos mal que Dami no estaba en aquel curso. Me piyé en la fila de salida, de pie, sin decir nada...bueno bah... llorando a todo trapo como una boluda. Si nadie se lo contó, mi dignidad romántica estaría a salvo. Pero ya es sabido que siempre hay algún perejil que habla de más. Con un poco de suerte los perejiles tendrían poca memoria y yo permanecería con mi pasado seco. Tal como hacía el perrito de Pavlov (según la seño, uno que babeaba porque pensaba en comer, como yo cuando veo el chocolate) al escuchar el timbre de las 11.45 horas salimos como los animales salvajes de la sabana africana, levantando un revuelo de polvo blanco de tiza, espantando a los pájaros del patio, exhalando un vaho cálido de nuestras sonrisas ansiosas por jugar, por correr, por sentirnos libres. Mi respiración se agitaba también por la misión pendiente. Salté con el pelo alborotado para decirle a Dami que me gustaba. Lo encontré en la parte oscura del patio, al costado del gran árbol, y no estaba solo. Estaba al lado de una explosión capilar rubio-dorado, en la que los rayos de sol jugaban a pesar de estar en el costado húmedo, invernal. Karen Bertuchelli sonreía como lo había hecho la rana al diseccionarla en la clase de ciencias, la piel de las comisuras se estiraba hacia atrás sin ninguna emoción ni simpatía. Algo le estaría diciendo el “salame” que a ella le hacía esa gracia sin sustancia, mostrando sus paletas de coneja maldita. Me frené antes de que me vieran y fui a la biblioteca a tratar de dominar a los demonios que se apoderaban de mí una vez más, intentando entretenerme en elegir algún libro, y dejando de lado la idea de recuperar el escalpelo afilado con el que habíamos cortado la piel verde con manchas oscuras y comprobar si lograba el mismo efecto en la piel blanca, pecosa, perfecta de la pelotuda, Karen Bertuchelli.



martes, 25 de febrero de 2014

¡Cuidado con la nena!

Les cuento lo que pasó para que cambiara para siempre, o casi. Cuando era chica vivíamos en otro barrio, otro diferente al de ahora. En una cuadra convivían culturas disímiles, digamos que estaban los vecinos alineados por países: un italiano, un gallego, un turco, uno de acá, un italiano, un gallego, un turco, como una secuencia de esas que tenemos que pintar en clase. En el barrio de ahora es lo mismo, pero agregamos a la secuencia un francés, un portugués y un ruso. En ese mundo de rejunte de historias con barcos, con olores diferentes e idiomas trenzados en desorden con el nuestro, yo tenía algunos amigos. Dorita era una de ellos. Paseaba un desorden capilar que era el diseño gráfico de lo que vivía en su casa. Los insultos eran su canción de cuna, y las cachetadas, la lengua maternal con la que recibía los mensajes. Disfrutaba Dorita devolviendo al resto de la humanidad lo que le era dado, y yo era una de sus recepcionistas a la sesión de machaques. Y no se quedaba ahí el tema, a veces venía Adrián. Un pelirrojo que seguro era hijo del demonio y una zanahoria, un malvado al que las pecas se le multiplicaban como las malas ideas. Ahora imaginen a una nena, con pelo largo y lacio, flaquísima y tierna. Así, dicen, era yo. Para Dorita y su primo, mi asistencia a jugar por la tarde era el plato perfecto para un festín sádico y las torturas eran variadas: tirarme del pelo, decapitar a Pochola, mi muñeca preferida, para jugar al fútbol con su cabeza mientras yo permanecía indefensa ante la mirada vacía de mi pobre gorda que parecía suplicarme salvamento, frotarme las manos los días de frío con un dedo rechupado en saliva hasta hacerme una quemazón roja en la piel, también lo combinaban pegando patadas, aliándose para ganarme siempre con trampas y haciendo terrorismo infantil que consiste —ya lo sabrán de sobra si tienen memoria— en hacerse comentarios en secreto en la oreja mirando y riendo de un tercero para que éste se vuelva cada vez más chiquito e indefenso. Ahora visualicen una nenita flaquísima como una catarata de lágrimas corriendo a casa, a buscar asilo o consuelo. Y sobre todo juntando rabia. Porque si algo quería era venganza, aunque no lo supiera. No cabía la palabra en mi universo de 1.460 días (¿Si una nena tiene 365 días en un año, cuántos años tiene si cuenta en su mochila 1.460? ¿Vieron qué mierda tener que andar calculando?; es lo que nos hacen cada día en la escuela). Hasta que un día, uno casi glorioso de los 1.460, la flaquita volvió y su mami le dijo:
  —¿Y por qué no te defendés? —Y entre lágrimas y mocos oscilantes-estalactitas- estalagmitas, le contesté dándole un minúsculo bolsito rosa con los nombres de las ciudades turístico-playeras más conocidas de la Argentina
  —Tenéme la carterita.

2.555 días tenía Adrián, el pelirrojo primo de Dorita. Mi ataque fue certero, me prendí de sus pelos zanahoria y mis incisivos de leche probaron la resistencia de su carne pecosa.  Lo tuvieron que arrancar de mis manos chiquitas que parecían cables de acero y  entre ellas quedó un reguero de mechones como muestra del triunfo. Costó mucho que lo soltara porque los gritos me sabían a gloria. Los chillidos como de chancho en la matanza se escucharon en todo el barrio, y a los italianos, gallegos, turcos y a los de aquí, les costó creer que la chiquita flaquita re-tierna, había comenzado una nueva era. Porque a partir de ese momento descubrí que podía dar miedo y que nadie me volvería a molestar.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Muma

Al principio cuando me tocó quedarme con Muma toda la semana me puse contenta. Fue de a poco que me di cuenta de que no era lo divertido que yo había creído. Tenía que llevarla de la mano a todas partes o cargarla en brazos. Hacía calor y me transpiraban las manos y su pelo se pegaba a mis brazos mojados. Un asco. Luego, esa costumbre de sacarse fotos en todas partes: fotos con Muma en un jardín, con Muma desayunando chocolate y galletas, fotos con Muma en la calle. Ella siempre salía con los ojos abiertos, con esa expresión de no estar presente. Era un bodrio. Lo primero que pensé fue dejarla abandonada en un banco del parque, pero cuando me intentaba alejar siempre aparecía una vieja estúpida que me alertaba de mi descuido. Ese era otro tema, la gente con sus sonrisas bobas diciendo pelotudeces de Muma y de mí. No sabían nada de nosotras, pero opinaban sobre cómo íbamos arregladas o cómo deberíamos comportarnos. ¿Por qué la gente no se metía en su vida?
Yo me limitaba a sonreír dulcemente, para que nada de lo que pensaba pudiera quedar a la vista de los demás. No me podía arriesgar a que adivinaran cuáles eran mis planes.
Ya lo había decidido, era imposible seguir con mi vida de aquella manera, había perdido mi libertad de movimiento. Antes podía divertirme, sin embargo ahora me sentía ahogada por la presencia continua de Muma y el peso de la responsabilidad.
Es verdad que al principio me parecía agradable su cuerpo cálido y blando entre mis brazos y su silenciosa aceptación de mis caprichos. Nunca se quejó, pero yo sabía que prefería estar con Karen Bertuchelli, y solamente por eso, el odio fue creciendo en mi interior. Karen era la mejor en todo. Karen era la más divina. Karen era un boluda a la que no soportaba, y Muma era tan boluda como ella.
Y esa misma tarde, cuando subía en el ascensor, decidí matarla, descuartizarla.

Se abrieron las puertas metálicas del ascensor en el hall de mi edificio. Detrás de mí subieron los del cuarto C. Unos pesados bárbaros. Y cuando las puertas se cerraron dejé la cabeza de Muma adentro y el cuerpo fuera. Los pesados del cuarto C le dieron al botón del 4, yo di un fuerte estirón, y un mundo de trapo y de algodón estalló junto con mi llanto simulado. Por dentro mi sonrisa era más grande que una tajada de sandía.
Claro que tendría que escuchar las arengas de la irresponsabilidad y de la falta de cuidado, pero qué más me daba. A la semana siguiente le tocaba a Karen cuidar de Muma, ya la imaginaba llorando cuando viera el destrozo del accidente.
Había una diferencia muy grande entre cómo era yo ahora y cómo había sido antes.
Todo empezó el día en que descubrí que podía hacer justicia con mis manos, pero eso es otra historia.
Hago los deberes y les cuento.