martes, 25 de febrero de 2014

¡Cuidado con la nena!

Les cuento lo que pasó para que cambiara para siempre, o casi. Cuando era chica vivíamos en otro barrio, otro diferente al de ahora. En una cuadra convivían culturas disímiles, digamos que estaban los vecinos alineados por países: un italiano, un gallego, un turco, uno de acá, un italiano, un gallego, un turco, como una secuencia de esas que tenemos que pintar en clase. En el barrio de ahora es lo mismo, pero agregamos a la secuencia un francés, un portugués y un ruso. En ese mundo de rejunte de historias con barcos, con olores diferentes e idiomas trenzados en desorden con el nuestro, yo tenía algunos amigos. Dorita era una de ellos. Paseaba un desorden capilar que era el diseño gráfico de lo que vivía en su casa. Los insultos eran su canción de cuna, y las cachetadas, la lengua maternal con la que recibía los mensajes. Disfrutaba Dorita devolviendo al resto de la humanidad lo que le era dado, y yo era una de sus recepcionistas a la sesión de machaques. Y no se quedaba ahí el tema, a veces venía Adrián. Un pelirrojo que seguro era hijo del demonio y una zanahoria, un malvado al que las pecas se le multiplicaban como las malas ideas. Ahora imaginen a una nena, con pelo largo y lacio, flaquísima y tierna. Así, dicen, era yo. Para Dorita y su primo, mi asistencia a jugar por la tarde era el plato perfecto para un festín sádico y las torturas eran variadas: tirarme del pelo, decapitar a Pochola, mi muñeca preferida, para jugar al fútbol con su cabeza mientras yo permanecía indefensa ante la mirada vacía de mi pobre gorda que parecía suplicarme salvamento, frotarme las manos los días de frío con un dedo rechupado en saliva hasta hacerme una quemazón roja en la piel, también lo combinaban pegando patadas, aliándose para ganarme siempre con trampas y haciendo terrorismo infantil que consiste —ya lo sabrán de sobra si tienen memoria— en hacerse comentarios en secreto en la oreja mirando y riendo de un tercero para que éste se vuelva cada vez más chiquito e indefenso. Ahora visualicen una nenita flaquísima como una catarata de lágrimas corriendo a casa, a buscar asilo o consuelo. Y sobre todo juntando rabia. Porque si algo quería era venganza, aunque no lo supiera. No cabía la palabra en mi universo de 1.460 días (¿Si una nena tiene 365 días en un año, cuántos años tiene si cuenta en su mochila 1.460? ¿Vieron qué mierda tener que andar calculando?; es lo que nos hacen cada día en la escuela). Hasta que un día, uno casi glorioso de los 1.460, la flaquita volvió y su mami le dijo:
  —¿Y por qué no te defendés? —Y entre lágrimas y mocos oscilantes-estalactitas- estalagmitas, le contesté dándole un minúsculo bolsito rosa con los nombres de las ciudades turístico-playeras más conocidas de la Argentina
  —Tenéme la carterita.

2.555 días tenía Adrián, el pelirrojo primo de Dorita. Mi ataque fue certero, me prendí de sus pelos zanahoria y mis incisivos de leche probaron la resistencia de su carne pecosa.  Lo tuvieron que arrancar de mis manos chiquitas que parecían cables de acero y  entre ellas quedó un reguero de mechones como muestra del triunfo. Costó mucho que lo soltara porque los gritos me sabían a gloria. Los chillidos como de chancho en la matanza se escucharon en todo el barrio, y a los italianos, gallegos, turcos y a los de aquí, les costó creer que la chiquita flaquita re-tierna, había comenzado una nueva era. Porque a partir de ese momento descubrí que podía dar miedo y que nadie me volvería a molestar.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Muma

Al principio cuando me tocó quedarme con Muma toda la semana me puse contenta. Fue de a poco que me di cuenta de que no era lo divertido que yo había creído. Tenía que llevarla de la mano a todas partes o cargarla en brazos. Hacía calor y me transpiraban las manos y su pelo se pegaba a mis brazos mojados. Un asco. Luego, esa costumbre de sacarse fotos en todas partes: fotos con Muma en un jardín, con Muma desayunando chocolate y galletas, fotos con Muma en la calle. Ella siempre salía con los ojos abiertos, con esa expresión de no estar presente. Era un bodrio. Lo primero que pensé fue dejarla abandonada en un banco del parque, pero cuando me intentaba alejar siempre aparecía una vieja estúpida que me alertaba de mi descuido. Ese era otro tema, la gente con sus sonrisas bobas diciendo pelotudeces de Muma y de mí. No sabían nada de nosotras, pero opinaban sobre cómo íbamos arregladas o cómo deberíamos comportarnos. ¿Por qué la gente no se metía en su vida?
Yo me limitaba a sonreír dulcemente, para que nada de lo que pensaba pudiera quedar a la vista de los demás. No me podía arriesgar a que adivinaran cuáles eran mis planes.
Ya lo había decidido, era imposible seguir con mi vida de aquella manera, había perdido mi libertad de movimiento. Antes podía divertirme, sin embargo ahora me sentía ahogada por la presencia continua de Muma y el peso de la responsabilidad.
Es verdad que al principio me parecía agradable su cuerpo cálido y blando entre mis brazos y su silenciosa aceptación de mis caprichos. Nunca se quejó, pero yo sabía que prefería estar con Karen Bertuchelli, y solamente por eso, el odio fue creciendo en mi interior. Karen era la mejor en todo. Karen era la más divina. Karen era un boluda a la que no soportaba, y Muma era tan boluda como ella.
Y esa misma tarde, cuando subía en el ascensor, decidí matarla, descuartizarla.

Se abrieron las puertas metálicas del ascensor en el hall de mi edificio. Detrás de mí subieron los del cuarto C. Unos pesados bárbaros. Y cuando las puertas se cerraron dejé la cabeza de Muma adentro y el cuerpo fuera. Los pesados del cuarto C le dieron al botón del 4, yo di un fuerte estirón, y un mundo de trapo y de algodón estalló junto con mi llanto simulado. Por dentro mi sonrisa era más grande que una tajada de sandía.
Claro que tendría que escuchar las arengas de la irresponsabilidad y de la falta de cuidado, pero qué más me daba. A la semana siguiente le tocaba a Karen cuidar de Muma, ya la imaginaba llorando cuando viera el destrozo del accidente.
Había una diferencia muy grande entre cómo era yo ahora y cómo había sido antes.
Todo empezó el día en que descubrí que podía hacer justicia con mis manos, pero eso es otra historia.
Hago los deberes y les cuento.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Epílogo


“No he podido contar más sobre esta historia como hubiera querido, recibí avisos y cuando las amenazas fueron a más no tuve valor para continuar en este espacio. Pero no significa que se haya terminado, significa que sigue en otro medio que conocerán a su debido tiempo. “Anegados” se contará página a página, palabra a palabra, letra a letra y todos aquéllos que un día se interesaron podrán conocer lo que sucedió, lo que sucede y hasta podremos imaginar juntos lo que sucederá. Volveré, lo prometo”

 

                                Nora