jueves, 27 de marzo de 2014

¡Cuidado con la nena! Arquímedes


No sé por qué, pero si más de cinco creemos o decimos que algo es bueno o malo, se genera una corriente, una especie de terremoto que amontona al resto del grupo por inercia. Se preguntarán a qué viene esto: a que esa era mi arma de lucha contra tanta adoración. Karen era linda, sí, era inteligente, también, pero si los pies le hacían olor a queso el indicador de pleitesía descendería un poco, ¿vieron eso de todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado?, ese principio tan bien aprendido en clase era el que yo aplicaba, cuantas más historias inventaba y dejaba rodar, mi enemiga más se hundía y más me motivaba a crear. Mis historias tenían el mismo peso del objeto sumergido. Dije que era un poco ladrona, que se copiaba y por eso siempre le iba bien en los exámenes, que las tetas eran mentira fruto de un sujetador con relleno que publicitaban en la tele, que la habían echado del barrio del que venía por intentar ahogar a un compañero que le había dicho que tenía los dientes grandes como una coneja. Sí, lo sé, con lo último me había pasado de la raya. Se me fue la mano y hubo consecuencias; hicieron una reunión y llegaron las quejas, esto derivó en una sesión de búsqueda de los culpables de haber generado las historias que a la rubia cara de coneja la habían desacreditado. Tampoco era tan injusto, digo yo, nadie tenía en cuenta lo que ella nos había hecho con su aparición, un daño incalculable en nuestro orgullo, una pincelada de desaparición del planeta de nuestra existencia, un rediseño de la escala de valores: la que hasta el momento había sido linda pasó a ser normal, la normal pasó a la mediocridad y la que había sido fea ahora era la bruja malvada del cuento. Esto tenía una responsable rubia con paletas dentales  provocadoras y nadie lo había valorado. Pero claro, la princesa del cuento soltaba tres lágrimas y se declaraba feriado nacional y luto. Qué asco. Además, tampoco estaba tan alejado de la realidad lo que yo había hecho rotar en el aire; todos nos tiramos pedos, vale que ella no lo hacía en clase, ahí le cambié el contexto, pero al fin y al cabo lo que estaba era nivelando el grado de expectación creado, no es bueno endiosar a la gente. No lo vieron así en el cole. Mis compañeros al final cantaron y todos los caminos llevaban hasta mí. Entonces citaron a mi mamá para darle las quejas. No sé que le habrán dicho porque estoy castigada, no puedo ver tele, ni usar la compu, ni  salir a la calle. Esto es el fin del mundo. Pero no es todo. Esta mañana en el desayuno mi mamá me informó de lo siguiente:

 —El jueves empezás terapia con un psicólogo, a ver qué podemos arreglar en esa cabecita de chorlito —me dijo con un tono entre irónico y enojado—, espero que las notas del año sean buenas porque después de la vergüenza que pasé en la reunión con la señorita solo faltará que te queden materias para recuperar en vacaciones.

—¿Un psicólogo? ¿Para qué, ma? es una injusticia, yo no hice nada, es culpa de esa estúpida que no trae más que problemas.

Mis palabras chocaron contra la espalda de mi mamá que me dijo:

 —Todo eso se lo contás al psicólogo el jueves.

Lo que les digo, el fin del mundo.

 

 

 

jueves, 13 de marzo de 2014

¡Cuidado con la nena! Karen


Claro, se preguntarán quién es la boluda esa, la rubia linda con dientes de coneja. Yo también me lo pregunté cuando la vi llegar a clase el tercer día después del retorno de vacaciones. La seño le rodeó los hombros cariñosamente con un brazo y nos la presentó:

  —A ver, chicos, si se callan les presento a la nueva compañera —el rumor no cesó de golpe, no es nuestro estilo hacer caso de lo que nos piden a la primera, pero enseguida se hizo presente la curiosidad—, Karen viene de otra escuela y de otro barrio, así que le damos la bienvenida por partida doble, sentate querida —le dijo la seño empujándola suavemente—, en aquélla mesa tenés un lugar.

Supe enseguida que a todos los chicos les gustaba Karen, ¿Por qué lo supe? Porque habían hecho silencio en un tiempo récord, porque estaban atentos sospechosamente con una apertura ocular impropia e inesperada y porque, algo inédito, los descubrí haciéndose gestos entre ellos. Los gestos hacían referencia a cierta parte anatómica que resaltaba más que las paletas que asomaban como dos chicles suicidas entre sus labios. Sí, Karen Bertuchelli tenía tetas. Y eso era una asombrosa y llamativa novedad. También tenía ojos azules, el pelo rubio y rizado. Y era linda, en general, la pelotuda era linda, no lo podía negar ni obviar. Las demás nos volvimos transparentes, insonoras, insulsas, invisibles. A partir de aquel momento odié a la pendeja perfecta. Me quedaba una esperanza, una última oportunidad de recobrar la fe en la justicia, y esa esperanza era que fuera tonta. No fue así, sabía de todo, sus trabajos eran los más prolijos y prolíferos, cantaba bien, era una deportista eficiente cuando hacíamos pruebas de atletismo, tenía la mejor ropa y todo le quedaba perfecto. Así que no había esperanza. Había dos caminos, aliarse con ella para intentar recobrar cierta superficie visual en el campo de los chicos, o ser su enemiga acérrima. Mi dignidad no me permitía aliarme con semejante proyecto de diosa, así que levanté mi espada imaginaria, me puse mi pata de palo y declaré la guerra incondicional a la pendeja cara de coneja. Pero, ¿qué podría hacer? Meditando recordé mis pasos básicos, mis comienzos de cierta habilidad estratega. Esos principios se generaron con la aparición de mi hermano menor. Al principio no consideré que pudiera robarme la candidatura a ser “lamáschica”, durante un tiempo fue una masa fusiforme de carne llorosa que comía y dormía y lloraba, no más que eso. Pero cuando comenzó a gatear y a pedir con sonidos guturales la situación cambió. Se transformó en un tormento competitivo, la gente lo miraba a él, le sonreía a él, le decían cosas a él. Yo comencé a tener más responsabilidades y las culpas de todo lo que sucedía de manera incorrecta o sospechosa, objetos rotos incluidos. Así que tomé medidas de manera directa, sin intermediarios. Mi hermanito, al que quería mucho, no vayamos a confundirnos, tenía que saber que yo era su hermana mayor y que era la que mandaba en aquél municipio que era nuestra casa. Al principio me costó un poco, ya que no teníamos mucha diferencia de edad, yo lo superaba en 17.520 horas vividas de antemano (cómo rompe las bolas el tema matemático, ¿verdad?) y él se destacaba comiendo mucho más que yo, un viejo tema comparativo que me tenía refrita.

  —Comé un poquito más, una cucharada solamente.

  —No, no quiero más ma.

  —Mirá, tu hermanito, al final se va a volver más grande que vos.

Y sí, la bestia comía mis platos y los suyos, y poner las cosas en orden me costó mucho, no era fácil tirarle de los pelos y esquivar cachetazos y mordiscos. Pero con habilidad estratega más que con fuerza le gané la partida. De la misma manera que tendría que hacer con Karen Bertuchelli. Eso sí, había una diferencia: a Tito nadie le haría daño si yo lo podía evitar, no en vano era mi hermanito menor; en cambio, a la Bertuchelli no la iba a salvar ni el conejo de Alicia en el País de las Maravillas.

 

jueves, 6 de marzo de 2014

¡Cuidado con la nena! El amor...

La noche pasada soñé que me gustaba Dami y cuando llegué a clase y lo vi (nunca lo había mirado así, con mis dos ojos abiertos en conexión con su existencia) me di cuenta  que el sueño era verdad. No entendí cómo era posible que no lo hubiese distinguido antes, visto así, con la sonrisa eterna en relieve y con los ojos azules, tan azules como marrones son los míos. Yo para él era transparente, no me veía, no me daba bola, era un pánfilo, ¡pero un pánfilo tan lindo!
Decidí que si no se había fijado en mí era porque no sabía que yo sí me había fijado en él, cuando él supiera lo que había descubierto cambiaría de idea rápidamente, y en qué mejor momento que el recreo, ese momento diáfano de invierno, en el patio congelado, donde el sol acariciaba el lado del mástil donde ondeaba la bandera, mientras que el gran árbol permanecía casi desnudo en un rincón  húmedo plagado de pájaros.
Lo vi avanzar por el centro del patio, y lo intercepté para decirle llanamente “me gustás Dami”. El pánfilo se puso colorado como un tomate y salió riendo bobamente hacia el lado contrario. Eso fue en el primer recreo. Estuve pensando en la clase de matemáticas, que la raíz cuadrada del desencuentro es no hablar el mismo idioma, que a lo mejor no me escuchó con el ruido de los gritos y las risas, y decidí que en el segundo recreo le contaría claramente lo que me pasaba.
Avancé por el área central a su encuentro, él realizó un quiebro cuando me vio venir y sonrió boludamente, aunque en sus ojos descubrí algo nuevo que les restaba color y los volvía un poco grises, algo semejante al miedo. ¿Podía ser que yo le diera miedo al “salame”?. Le hice una gambeta, me acerqué peligrosamente y la jugada casi fue de penal porque se cayó (¿o se tiró?) en el suelo con un ruido que sonó por encima del gran alboroto del recreo de las 10.15 horas que terminó con un timbrazo (tarjeta roja) para que todos volvieran a sus aulas, algunos incluso arrastrados sin ganas. Le pregunté si estaba bien, y él intentando disimular el labio medio partido y sangrante, dijo que sí. Rápidamente fue asistido y yo me quedé como si hubiese perdido un gran  partido de la final del mundial o algo parecido. En la clase de ciencias, mientras diseccionábamos  una rana, programé que si Dami no había sido trasladado al hospital, lo volvería a interceptar, con un poco de suerte sin gritos, sin risas y sin sangre, quizás cuando fuera al baño, por ejemplo. ¡Ay esos baños que no tienen inodoro! Recuerdo que en mi primer día de clases me hice encima por no asomarme a esos agujeros infinitos que parecían monstruos a punto de tragarnos. Menos mal que Dami no estaba en aquel curso. Me piyé en la fila de salida, de pie, sin decir nada...bueno bah... llorando a todo trapo como una boluda. Si nadie se lo contó, mi dignidad romántica estaría a salvo. Pero ya es sabido que siempre hay algún perejil que habla de más. Con un poco de suerte los perejiles tendrían poca memoria y yo permanecería con mi pasado seco. Tal como hacía el perrito de Pavlov (según la seño, uno que babeaba porque pensaba en comer, como yo cuando veo el chocolate) al escuchar el timbre de las 11.45 horas salimos como los animales salvajes de la sabana africana, levantando un revuelo de polvo blanco de tiza, espantando a los pájaros del patio, exhalando un vaho cálido de nuestras sonrisas ansiosas por jugar, por correr, por sentirnos libres. Mi respiración se agitaba también por la misión pendiente. Salté con el pelo alborotado para decirle a Dami que me gustaba. Lo encontré en la parte oscura del patio, al costado del gran árbol, y no estaba solo. Estaba al lado de una explosión capilar rubio-dorado, en la que los rayos de sol jugaban a pesar de estar en el costado húmedo, invernal. Karen Bertuchelli sonreía como lo había hecho la rana al diseccionarla en la clase de ciencias, la piel de las comisuras se estiraba hacia atrás sin ninguna emoción ni simpatía. Algo le estaría diciendo el “salame” que a ella le hacía esa gracia sin sustancia, mostrando sus paletas de coneja maldita. Me frené antes de que me vieran y fui a la biblioteca a tratar de dominar a los demonios que se apoderaban de mí una vez más, intentando entretenerme en elegir algún libro, y dejando de lado la idea de recuperar el escalpelo afilado con el que habíamos cortado la piel verde con manchas oscuras y comprobar si lograba el mismo efecto en la piel blanca, pecosa, perfecta de la pelotuda, Karen Bertuchelli.