jueves, 24 de abril de 2014

¡Cuidado con la nena! El amigo nuevo.

¿Qué esperan? ¿A qué vinieron? ¿Qué piensan?
¿A que les parece re jodido que vaya haciendo pregunta tras pregunta? Así me tenía el pelado, que lo remilparió. El guacho no dejaba de estudiarme como hicimos nosotros con la rana desmembrada en el laboratorio, me tenía atrapada bajo el microscopio de su cerebro, si miraba a la mesa, si evitaba sus ojos, si no contestaba enseguida o si lo hacía muy de prisa, si me tiraba un pedo o se me escapaba, todo era objeto de estudio. Yo, inocentemente, pensé que el dibujo de Muma-cadáver me libraría, pero había infravalorado a mi enemigo. Le pareció de lo más interesante y digno de esclarecer, como si se hubiera vuelto un afamado criminólogo. Así que un jueves tuve que bajarme del burro y hacerme amiga. Le traje unas galletitas de chocolate hechas por mí. Y le prometí que también le llevaría a Karen. Sí, sí, lo que oyen; una de las condiciones para obtener mi perdida libertad era mejorar mi relación con mis compañeros de colegio. Obviamente, con la única que les importaba que mejorara la relación era con Karen, los demás perejiles les importaban un corno, para que vean qué poco objetivos son los adultos. Cuando decían “tenés que mejorar tu relación con los compañeros” se referían a “tenés que rendirte a los pies con olor a queso de la princesa Karen”. Así que llegué a mi sesión con mi expresión más tierna y con una caja decorada con un gran moño.
  —¿Y esta sorpresa? —me dijo mi analista pelado con una alegría inusitada—, ¿para mí?.
  —Sí, es para vos, las hice yo solita —le dije alargando la caja que había ocupado el tiempo de recluida por estar castigada sin tele, sin computadora y sin calle—, también hice una para Karen.
  —¡Qué lindo regalo! Y además de chocolate, con lo que a mi me gusta.  

Debo decir que me dio lástima la alegría que leí en sus ojos, que por unos segundos habían dejado de escudriñarme para expresar un sentimiento nuevo que no pensaba descubrir ni experimentar a la vez. Esa fue la jugada matadora de su parte, que en esta oportunidad parecía inconsciente y tal vez, por esa improvisación exenta de profesionalidad que resultó arrolladora para mi conciencia, se generó la siguiente escena:

  —Dame la cajita —le rogué de manera imprevista para ambos—, dámela.
  —¿Pero no era un regalo? —me dijo, tan sorprendido como lo estaba yo.
  —Te tengo que contar una cosa —susurré exprimiéndome las manos, que me transpiraban—; tengo un amigo nuevo.
  —Está bien, ahora me explicas, pero ¿por un amigo nuevo tengo que devolverte mis galletas? —Su ceño fruncido no presagiaba nada bueno.
  —Estee, bueno, sí, algo así —y rematando la tarde de jueves menos inspirada de mi vida, agregué—: es que me acordé de que me equivoqué en la receta.

El amigo nuevo del que hablé aquella tarde a mi psicólogo era una laucha. Un pequeño ratón que cada día entraba silencioso y meticulosamente desconfiado a la cocina de mi casa por un insignificante hueco que había en la pared. Sus ojitos tan chiquitos, su hocico como una trufa diminuta y rápida para encontrar la comida que le dejaba, me divertía y me convertía en cómplice del robo de queso. Era tan entretenido verlo acicalarse los bigotes con sus frágiles patas delanteras como seguirlo en su misión de espionaje. Al final se escurría por el mismo hueco que era tres veces más reducido que él, para retornar a su nido o casa, del que yo desconocía el paradero. Mi amigo, tan callado y tan suave, era un chico con suerte porque la única en la casa que sabía de su existencia era yo y por eso seguía con vida. Cuando todos descansaban a la hora de la siesta, yo permanecía quieta y expectante, para cerciorarme, un día más, de que mi protegido gozaba de inmunidad ratonil. Mi misión secreta, aparte de compartir mis siestas sin sueño con el mini roedor, era protegerlo, y para eso no debía quedar ningún rastro. Así que cuando mi chiquito se cagaba yo me encargaba de juntar sus excrementos en una bolsita. ¿Vieron alguna vez la caca de ratón? Se parece tanto a los trocitos de chocolate que traen algunas galletas...

viernes, 4 de abril de 2014

¡Cuidado con la nena! Al psicólogo...


Cuando llegó el jueves yo estaba tan enojada que era un volcán en erupción, una fiera a punto de atacar, un colmillo afilado dispuesto a clavarse donde fuera necesario. Tenía que ir al psicólogo, era lo último que podía esperar. Ya no era suficiente que el tarado de Dami se perdiera en los ojos de la pelotuda cara de coneja, ni que la aparición de la mencionada nos hubiera roto todos los esquemas. Además de todo esto, en mi casa habían decidido que yo necesitaba tratamiento psicológico. El mundo giraba al revés, era como el tango aquel que hablaba de la Biblia y el calefón, uno que aprendimos para el último de los festivales que preparamos para juntar plata para la escuela, Cambalache se llamaba. Y sí, la pendeja rubia nos había dejado una flor de cambalache.

Arrastrando los pies y decidida a defender mi causa llegué de la mano de mi mamá a un edificio con ascensor antiguo en el que subí recordando el asesinato de Muma, perpetrado poco tiempo atrás. Pensé qué fácil sería todo si pudiera resolver mis temas de la misma manera con Karen. Me desplomé en un sofá, mientras la secretaria recepcionista apuntaba mis datos en una ficha. El sofá resopló y encontré que el sonido semejante a un gas era divertido en el silencio de la sala, así que subí y bajé varias veces provocando el bufido gaseoso con mi movimiento, hasta que mi mamá me dirigió una mirada casi metálica, de esas que no necesitan palabras que suenen en un acorde con el pensamiento. A los pocos minutos salió mi psicólogo, me miró y me dedicó una sonrisa. Y escuché que le comentaba a mi mami:

  —Hola, comenzamos hoy, ¿verdad?

  —Sí  —dijo mi mamá dándole la mano—, esta es mi hija —y me señaló como se señala un tomate maduro en la verdulería.

  —Hola linda, ¿pasamos? —dijo abriendo una puerta lacada que mostraba un consultorio moderno— Miren, hoy vamos a hacer un test, es un juego muy sencillo. Yo te voy a mostrar unas cartulinas con dibujos y vos me vas diciendo qué ves; luego te haré unas preguntitas. ¿Entendido?

Dije que sí con la cabeza, pero por dentro ya estaba armando mi estrategia para que mi flamante terapeuta me declarara retrasada o imposible. Al final es lo mejor que te puede pasar, que los demás crean que sos lenta mentalmente, que no hay nada en tu cabecita hueca. Tengo que reconocer que el tipo parecía listo, eso iba a complicar mi trama, y además tenía a mi progenitora al lado como una leona a punto de morderme. Bueno, la lucha nunca es fácil, pero lo intentaría. No me iba a pasar todas las semanas viniendo a ver a mi pelado psicólogo.

  —Bueno, vamos a ver, decime qué ves acá  —dijo mostrándome la imagen de un oso.

  —Un coche —contesté yo muy tranquila.

Sentí el rechinar de los dientes de mi mami, y pude imaginar cómo apretaba las mandíbulas, mientras con una sonrisa dulce seguía mirando al pelado.

  —¿Y en esta otra? —Dijo mientras desplegaba un avión delante de mis ojos.

  —Esto es una oveja —a esa altura el rechinar se había transformado en un murmullo que mi estrenado doctor sin pelo atajó como si de un gol se tratara.

  —Tranquila, tranquila, esto no es un examen del cole, si ella ve ovejas y coches vamos a aceptarlo, con calma.

  —Si es que lo hace a propósito, doctor; miente, inventa, es un diablo.

  —Es una nena creativa. Vamos a ver qué podemos hacer con la creatividad desbordante, pero siempre desde la calma y el cariño.

Debo decir que me corrió un escalofrío; el pelado me estaba jodiendo la jugada. ¿Creatividad y cariño? ¿Qué había desayunado, un litro de suavizante para la ropa? Ah, no, tenía que mover bien mis fichas. Y así fue, porque lo último que me propuso fue que hiciera un dibujo de mi mascota preferida.

Ya lo saben, ¿verdad? Dibujé a Muma, decapitada y sangrante.