jueves, 30 de octubre de 2014

¡Cuidado con la nena! Patas chuecas y otros mordiscos.


Con los regueros de helado cayendo entre mis dedos y transformando mis manos en una especie de superficie viscosa como la que usaba el Hombre Araña para subir por las paredes, me fui a casa a toda velocidad, por si se había armado la gorda y yo me lo estaba perdiendo. Porque la cara de Tino me había dado la pista al reconocer mi gesto en el suyo: Tino estaba celoso. Corrí por la arena suave y caliente que se hundía generosamente en cada zancada que daba y me inundaba las zapatillas, porque la arena se transforma en un superhéroe que puede irrumpir en cualquier espacio por chiquito que sea y luego, al quitarte la ropa o al vaciar la mochila, cae en una catarata homogénea que podría formar un médano en una esquina del dormitorio, o al Hombre Montaña, que se forma cuando todos los granos se depositan en el suelo, como todo el mundo sabe.

Digamos que la arena se me estaba metiendo hasta en el orto por querer ir más rápido de lo que me daban mis piernas chuecas. ¿Les hablé alguna vez de mis piernas chuecas? ¿No? ¡Uy! Es muy importante porque es un símbolo familiar. Papá tiene las piernas chuecas. Abuelito tiene las piernas chuecas. El papá de Abuelito... y así para atrás sin parar, parece ser que todos tenían las piernas chuecas. A mí me rompieron mucho las bolas con los de mis piernas: que si parezco un tero, que si monté fresca a caballo, que si pueden pasar dos perros juntos por el medio. Pero a mí me da igual. Soy inmune a las injustas críticas que han hecho de mis piernas, porque sé que son un símbolo, y porque a la hora de correr soy una de las más veloces de toda la escuela. ¿No les conté que siempre gano en todas las competiciones olímpicas que armamos? Ah sí... todas las medallas son para mí, y eso que participan varias escuelas, pero yo siempre les doy una paliza bárbara, por eso ahora me respetan más. Bueno, por eso y porque al último pelotudo que me cargó, le arranqué el lóbulo de la oreja de un mordisco. Fue una mañana de mayo, la del 25 exactamente, que es el día patrio. Hacía un frío bárbaro, de esos que largás el aliento y forma humito como cuando soplás por la punta de una empanadita caliente que querés enfriar enseguida, o como cuando respirás con la boca abierta arriba de la sopa. La carrera era de relevo, o sea, cuatro grupos, cuatro esquinas y varios equipos compitiendo. El pelotudo era de una escuela de Ramos Mejía, eran todos reconchetos porque era una privada, no sé que María de los Milagros, o los Milagros de María, no me acuerdo. El milagro ocurrió, porque el forro me dijo todo gracioso con sus aparatos para enderezar los dientes, casi tan torcidos como su cerebro esponjoso y poco equipado:

—¿Tu mamá tuvo problemas en el parto? —dijo exhibiendo los alambres retorcidos en una sonrisa burlona, y frotándose las manos.
—¿Qué decís, boludo? —le contesté, midiendo la distancia que nos separaba, que era escasa, mínima.
—¿Que si tu mamá tuvo problemas en el parto… ¡Alta cesárea para sacarte a vos con las patas torcidas que tenés!

El “tenés” lo pronunció en su sílaba final entremezclado con un grito. El humo que salió de su boca, ese vaho invernal, fue mucho más amplio que las pequeñas nubes que soltábamos los demás al respirar. El milagro de María fue que su seño, que se llamaba como la virgen, lo pudo arrancar de mis fauces, quedándome entre los dientes y la puntita de mi lengua con esa parte tierna y redonda que usamos nosotras para ponernos los aritos ¿vie,ron?. Por “Milagro” no me quedé con su oreja. Con el batifondo que se armó no sé si llegó a escuchar que nací en parto natural, y seguramente habría menos sangre que la que salpicó su oreja por la vereda.

Alta operación de oreja te espera, pelotudo, decíles que te la cosan con los alambres de tus dientes —le grité mientras me arrastraban ante la mirada atónita de todos los colegios que participaban.

La carrera se suspendió, y a mí me reunieron con la directora y con el psicólogo. Ya se imaginan el final.

Nunca más se volvieron a meter con mis piernas chuecas, que a mí me encantan, me parece genial tener un detalle generacional que trasciende los tiempos de los tiempos. Eso en la rama genealógica de papá. De la de mamá tengo por herencia, entre otras cosas, una capacidad enorme para poder contar historias, hacer desvíos interminables y volver a engancharme al principio, como si fuera el Hombre Araña trepando por las paredes.

Así que con mis patas chuecas y veloces, y mis manos pegajosas de helado de dulce de leche, llegué a nuestra morada veraniega para ver qué pasaba entre Tino, Paula y Abuelito.

Y llegué justo a tiempo.
 

 

viernes, 17 de octubre de 2014

¡Cuidado con la nena! La guerra entre cacerolas.

La guerra estalló al día siguiente y fue por la comida. Abuelito italiano quería hacer pasta fresca al estilo de la nonna y Paula quería preparar unas migas. No sé en qué pensaban, porque durante el día el sol calentaba  y nos colocaba a unos 38 grados, y tanto las migas como la pasta estaban muy ricas, pero en invierno, no en pleno verano austral. Parecía que la estación del año la tenían configurada allá, en Europa, y de ninguna manera el calor y la humedad nuestros conjugaban con los platos hipercalóricos que se empeñaban en preparar. La discusión fue elevándose lenta pero segura, y lo que al principio parecía un lucha de poderes entre cacerolas, fue revelando un atrincheramiento personal de lo más intenso. Por supuesto que, aún pudiendo ir a la playa o a jugar al patio, preferí quedarme a ver la guerra civil que se había declarado en la cocina:
—Ma, usted signora no sabe niente de cocina, si me permite, io cucino la pasta al dente y con amore le dico, que suo plato quedará a la altura de le caviglie ¿Cómo se dice? Eh, má, sí: tobillos —dijo Abuelito sacando unos tomates perita de la heladera y poniendo la olla a hervir.
—¿Me está diciendo que usted cocina mejor que yo? Veo que está entrando en la demencia senil, ya no solamente se cree un chef sino que anda con jovencitas, ¡qué digo jovencitas, pendones! ¡Apártese! —dijo mi abuela repila, mientras se arremangaba y empujaba con el culo toledano a Abuelito— Mejor que vaya a Río de Janeiro, que aquí en Mardel no va a encontrar joyas como Carla… triunfas que se aprovechan de abuelos verdes.
—¿Vecchio, io? ¿Demenza? A lo mejor es que usted se aburre y me envidia, Carla era una molto buona, una bella regazza, la nostra relacione se rompió porque tenía cazzo…eh, como se diche: pene!
—Qué vergüenza, mire que está la nena escuchando. Nena —me dijo mi abuela señalándome por la ventana la dirección de la playa—, bonita, por qué no te vas a dar un paseíto por la arena, con el día lindo que hace.
—Porque quiero escuchar lo que dicen, así aprendo —dije, dando vueltas por la cocina.
—Nena, andá, hacele caso a tu abuela y salí a dar un paseíto —dijo Abuelito dándome un billete de veinte pesos.
—No seas agarrado, con veinte pesos no hago nada, dame cien y te prometo que me voy.
—Ay, stronzetta, me has salido de la mafia, do venti piu y no voglio vedere tutti nel pomeriggio —dijo Abuelito sacando otro billete del bolsillo.

Al salir con mis cuarenta pesos me encontré con Tino y le conté que Paula y Abuelito se estaban peleando. En su cara apareció un gesto que al principio no reconocí, pero luego, caminando por la orilla del mar y comiendo un helado de dulce de leche lo identifiqué. Tino me había mirado entre bizco y enojado, con los ojos entornados y un rictus en la boca que se le torcía dirección Chile; las cejas se le habían casi encimado formando como un cepillo frontal y me habló poco, cosa rara en él. Era el mismo gesto, la misma cara que había visto más de una vez reflejada en un espejo o en un cristal de una puerta al pasar. Pero no cualquier día o en cualquier momento; no. Era la misma cara que se me ponía a mí cuando veía a Dami con la pelotuda dientes de coneja. ¿Por qué Tino se había ofuscado? Iba a tener que empezar a averiguar qué se cocinaba en mi familia, aparte de la pasta al dente y las migas.